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El paso siguiente, el examen de la personalidad, era no sólo inevitable, sino demasiado atractivo para rechazarlo, a pesar de ciertas dudas propias del sentido común. No sólo parece hecho como de medida para desempeñar la función de herramienta de selección en manos de los hombres de la sección personal (a menudo recargados de trabajo y mal adiestrados), sino que es también una irresistible oportunidad de descubrir la mente del individuo, para espiar su lealtad a la corporación, su potencial paranoia, u otra cualquiera de sus supuestas debilidades que intriga a los empleadores. Es también la respuesta "científica" a la esperanza tácita pero ardiente del directorio, que desea reducir al individuo a estadísticas como las normas y los porcentajes del examinador, de tan fácil manipulación como las cifras de producción y de mercado.

El examen de la personalidad ha sido adoptado fríamente por algunos, y en cambio otros -especialmente los miembros del departamento de personal- se han aferrado a él con un ciego entusiasmo que roza lo semirreligioso. Los propios examinadores se sienten asombrados ante la favorable acogida. "Ciertamente", dice Lyle N. Spencer, presidente de Science Research Associates, de Chicago, una gigantesca firma consagrada a este tipo de exámenes y a la distribución de tests, "los psicólogos que desarrollaren estos tests en sus laboratorios nunca esperaron que la ciencia fuera abrazada tan ardientemente por los hombres de negocios". Un psicólogo de Sears, Roebuck, firma que exige que todos los miembros de la administración afronten una batería completa de tests de la personalidad, afirma que pueden predecir correctamente a quién ha de ascenderse en el 67 por ciento de los casos. Dice otro de los fieles, un ejecutivo de Diamond Hosiery: "No contratamos vendedores que no estén recomendados por nuestra organización de tests. Se rechaza el cuarenta por ciento de las solicitudes porque fracasan en los tests de la personalidad".

A pesar de esta corriente casi religiosa, existen graves y sensatas dudas académicas con respecto a la validez de los tests de personalidad (véase el Cap. 11: "El Examen del Cerebro: ¿Ciencia o Culto?"). Otros críticos atacan lo que ellos estiman es la intrínseca inmoralidad de los tests: "No es posible clasificar a los individuos como si fueran pequeños paquetes bien envueltos ni juzgarlos exclusivamente desde el punto de su capacidad de adaptación." Crawford H. Greenewalt, presidente de Du Pont e implacable enemigo de la tendencia que nos ocupa, afirmó recientemente durante un discurso: "El otro día tomé uno de los cuestionarios psicológicos corrientes, utilizados ahora de manera general en el trabajo de las oficinas de personal, y lo apliqué a un norteamericano original y muy individualista: Benjamín Franklin. Sobre la base de lo que sabemos del carácter de Franklin, tuve que llegar a la conclusión de que, si lo hubieran juzgado de acuerdo con esos patrones, trabajo le habría costado conseguir empleo en nuestros días."

La lucha que evidentemente se plantea el hombre versus los examinadores quizás resulte la batalla del siglo en la que, como armamento preliminar, tal vez debamos repasar de cabo a rabo las reglas del trabajo de conseguir trabajo, con el propósito de hallar los puntos débiles de lo que quizás sea el más formidable desafío a la individualidad del hombre moderno. Esta lucha entre el valor íntimo y excepcional, y la tesis de que cuarenta horas semanales de trabajo no son sino un pago a cuenta en el debe del hombre moderno, quizás sea realmente decisiva.

Un examinador de Park Avenue formula el desafío: "A menudo ni siquiera nos molestamos en verificar las referencias o la experiencia anterior", dice. "Reunimos mayor número de datos sobre un hombre con la ayuda de los tests de la personalidad."

A los que piensen que este comentario clínico tiene acentos estremecedores, y que estén dispuestos a presentar batalla -vendedores de salsa de tomate, incautos estudiantes, o redactores de publicidad- está dedicada esta investigación del examinador del cerebro y de sus extraordinarios manejos.

 
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de Martin L. Gross

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