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El hombre moderno de la década de 1960 está sentado indecorosamente sobre las dos puntas de un dilema. Ciertas expresiones como "investigación motivacional" "relaciones humanas" y otros términos de la jerga psicológica iluminan su conciencia en formación del siglo xxi, de modo que aplaude todo lo que sea investigar la mente o el alma del hombre. A pesar de ello, con una suerte de orgullo residual de la decadente ética, protege la escasa intimidad que aún le queda. El examinador del cerebro, que mira con suspicacia a todo el que no se muestra voluble respecto de sí mismo, carece de esa ansiedad. Afirma que el individuo está destinado a que se lo examine, en bien de la corporación, la sociedad y la ganancia.

El examinador del cerebro sostiene la teoría psicológica de que todos los empleos, desde el de vendedora al de presidente del directorio, corresponden a una personalidad o tipo ideal, de modo que espera hallar entre los hombres la encarnación exacta de ese tipo. Está convencido y, lo que es más importante, ha convencido a muchos otros, de que la personalidad humana es suficientemente simple y estática, al extremo de que generalmente puede ser medida en pocos minutos (u horas) y proyectada hacia el futuro para predecir la conducta de un hombre en un determinado empleo o en una actividad profesional. Así, la reunión de ambos aspectos se ha convertido en el semper psichologicus del moderno examinador.

El éxito del examinador ha nacido de la prosperidad y de la frustración; es decir, de la revolución de los administradores con sus hordas de ejecutivos, sus trabajadores "creadores" y sus vendedores. De acuerdo con el doctor Frederick Harbison, de Princeton, desde 1947 hubo un aumento (término medio) del 32 por ciento en el número de ejecutivos de la gran mayoría de las firmas estudiadas por él. Al mismo tiempo disminuyó significativamente el número de trabajadores independientes y de compañías de propiedad individual, donde el patrón conocía íntimamente a todos los empleados y obreros y no necesitaba consejos seudoclínicos que le indicaran quién debía ser el próximo capataz.

En el marco de las nuevas posibilidades, hubo una explosión de talentos, de jóvenes universitarios deseosos de ingresar en las corporaciones, casi todos con las condiciones que eran normales hace una década: educación, apariencia, capacidad, dicción y modales apropiados. En el nuevo anonimato de la firma gigantesca y de sus imitadores, propiedad de todos y de nadie, ¿cómo elegir entre ellos? ¿Cómo seleccionar capataces, supervisores y aun vicepresidentes, quizás desconocidos personalmente por el directorio?

La categoría genérica del "examen psicológico" no es nueva para la industria. La dirección de las empresas ha alcanzado un éxito apreciable con tests como los que miden la destreza manual de los obreros que arman piezas electrónicas en miniatura, y también ha procurado aprender algo con respecto a la agudeza mental del hombre utilizando instrumentos como el Test de Inteligencia Otis.

 
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Verdad y farsa de los test de Martin L. Gross   Verdad y farsa de los test
de Martin L. Gross

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