Hacia el norte se extendían interminablemente praderas y
llanos, listados por numerosos cursos de agua que iban a parar al mar, bien en
torrentes tumultuosos, bien en cataratas retumbantes. De la superficie de
aquellas inmensas praderas surgían aquí y allá, verdes islotes, espesos bosques
entre los cuales se habría buscado en vano un pueblo, y cuyas cimas se teñían de
púrpura con los rayos del sol que llegaba entonces a su ocaso. Más allá,
limitando el horizonte por aquella parte, se perfilaban las macizas formas de
una cordillera coronada por la blancura deslumbrante de los glaciares.
Hacia el este, el relieve de la región era más acentuado.
Perpendicularmente al litoral, el acantilado se escalonaba en niveles sucesivos
y luego se alzaba por fin bruscamente en picos agudos que iban a perderse en las
zonas elevadas del cielo.
Aquellos parajes parecían totalmente desiertos. La misma
soledad también en el canal. Ni una embarcación a la vista, ni siquiera una
canoa de corteza o una piragua de velas. En fin, por más lejos que alcanzara la
vista ni de las islas del sur, ni de punto alguno del litoral o saliente del
acantilado, se elevaba ningún humo que atestiguara la presencia de criaturas
humanas.
El día había llegado a esa hora, siempre impregnada de cierta
melancolía, que precede inmediatamente al crepúsculo. Grandes pájaros
planeadores, formados en bandadas ruidosas, hendían el aire en busca de su
cobijo nocturno.
El Kaw-djer, con los brazos cruzados y de pie sobre la roca en
que se había subido, guardaba la inmovilidad de una estatua. Pero mientras
contemplaba aquella prodigiosa extensión de tierra y de mar, última parcela del
globo que no pertenecía a nadie, última región que no sucumbía bajo el yugo de
las leyes, un éxtasis iluminaba su rostro, palpitaban sus párpados y sus ojos
brillaban por un entusiasmo sagrado.