-Allí..., allí... -murmuró el indígena, señalando en dirección
al este con la mano.
-Debe de ser a ocho o diez millas de aquí, en la orilla del
canal -dijo el Kaw-djer-; aquel campamento cuyos fuegos divisamos anoche.
Karroly asintió con la cabeza.
-No son más que las cuatro -añadió el Kaw-djer-, pero la marea
subirá pronto. No podremos salir hasta el amanecer...
-Sí -dijo Karroly.
El Kaw-djer prosiguió:
-Halg y tú van a transportar a este hombre y lo acostaran en la
barca. No podemos hacer más por él.
Karroly y su hijo se prepararon para obedecer. Cargados con el
herido empezaron a descender hacia la playa. Luego, uno de ellos volvería a
buscar al jaguar, cuya piel se vendería cara a los traficantes extranjeros.
Mientras sus compañeros llevaban a cabo esta doble tarea, el
Kaw-djer se alejó algunos pasos y trepó por una de las rocas del aserrado
acantilado. Desde allí, su mirada alcanzaba todos los puntos del horizonte. A
sus pies se recortaba un litoral caprichosamente dibujado que formaba el límite
norte de un canal de varias leguas de anchura. La orilla opuesta abierta al
infinito por brazos de mar, se desvanecía en vagas alineaciones, un sembrado de
islas e islotes que en la lejanía aparecían vaporosos. Ni por el este ni por él
oeste se veían los límites de dicho canal, a lo largo del cual corría el alto y
macizo acantilado.