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LA QUENA

La cita

Las doce de la noche acababan de sonar en el reloj de la catedral de Lima. Sus calles estaban lóbregas y desiertas como las avenidas de un cementerio; sus casas, tan llenas de luz y de vida en las primeras horas de la noche, tenían entonces un aspecto sombrío y siniestro; y la bella ciudad dormía sepultada en profundo silencio, interrumpido sólo a largos intervalos por los sonidos melancólicos de la vihuela de algún amante, o por el lejano murmullo del mar que la brisa de la noche traía mezclado con el perfume de los naranjos que forman embalsamados bosques al otro lado de las murallas.

Un hombre embozado en una ancha capa apareció a lo lejos entre las tinieblas. Adelantóse rápidamente, mirando con precaución en torno suyo, y deteniéndose delante de una de las rejas doradas de un palacio, paseó suavemente sus dedos por la celosía de alambre.

La celosía se entreabrió.

-¿Hernán?- dijo una voz dulce y armoniosa como las cuerdas de una lira. Y al mismo tiempo apareció el bellísimo rostro de una joven engastado en negros y largos rizos sembrados de jazmines y aromas.

-¡Rosa! amada mía, no temas, soy yo- respondió con apasionado acento el embozado, estrechando contra su pecho la mano blanca y fina que la joven le alargaba.

-¡Oh! ¡cuánto has tardado esta noche!- dijo ella suspirando.- Yo contaba los segundos por los latidos de mi corazón: pero eran éstos tan precipitados, que me parece haber vivido siglos desde las once.

Y abriendo enteramente la celosía, se puso de rodillas en el antepecho de la ventana para mirar de más cerca a su amante, cruzando por fuera de la reja dos brazos torneados y blancos como el alabastro, con esa mezcla de infantil confianza y de gracia voluptuosa peculiar sólo a nuestras vírgenes americanas, a quienes la influencia de nuestro ardiente sol, sin quitarles nada de la inocencia adorable de la niñez, les da con todos sus refinamientos, las seducciones de la mujer.

Aquel a quién ella llamaba Hernán, contemplaba en un éxtasis doloroso el rostro encantador que casi tocaba al suyo.

-¡Rosa! ¡adorada mía!- la dijo- nunca te vi tan hermosa como en este momento; nunca tus ojos han resplandecido con tan divino fuego, ni tu dulce voz ha tenido jamás sonidos tan mágicos para mi corazón.

-Y, sin embargo, vas a alejarte de mí, a abandonarme a las persecuciones insoportables de ese odioso Ramírez, que escudado con la aprobación de mi padre, de quien es amigo y colega, me considera insolentemente como su propiedad futura, sin contar para nada con mi voluntad. Pero yo les haré conocer la energía de esa voluntad con que no cuentan; y si tú me abandonas en la lucha terrible que voy a sostener, mi valor no me abandonará al menos. Guarda, pues, ese fatal secreto que rehúsas confiar a tu amante, y que, puesto que te prohíbe el pedir a mi padre el corazón que su hija te ha dado, será quizá algún vínculo que te liga a otra...

La voz de la bella joven que había tomado el acento firme de un adolescente, descendió a estas palabras, a un diapasón dulcísimo, perdiéndose en un largo sollozo.

-¡Rosa! ¡ángel mío! no aumentes con tus lágrimas la horrible, amargura que inunda mi corazón. ¡Ay! yo dilataba el momento de destrozar el tuyo con el peso de mi secreto, pero, pues ha llegado la hora... ¡sea!...

¿Quieres saber quién es este Hernán a quien conociste en aquella corrida de toros sentado al lado del virrey? Este Hernán de Camporreal, educado con los hijos de los grandes de España, es el descendiente de esa raza proscripta que vosotros, sobre todo tu padre, miráis con tanto desprecio, después de haberla destronado y de haberos engrandecido con sus riquezas; el que te ama a ti, hija del orgulloso oidor Osorio, el que prefieres al poderoso y magnífico oidor Ramírez, es el hijo de una india; es un desventurado que nada posee en el mundo aunque su pie huella quizá los tesoros que sus padres confiaron a las entrañas de la tierra para sustraerlos a la sanguinaria codicia de sus tiranos.

Hernán se interrumpió, fijando en su amada una mirada penetrante, como si quisiera leer en el fondo de su alma. Pero ella había cruzado las manos sobre su pecho y lo contemplaba extasiada.

-¡Qué escucho!- exclamó.- ¡Hernán el elegido de mi corazón, es un hijo de los incas! ¡Oh! ¡yo lo había presentido! ¿De dónde venía esa emoción profunda que aun antes de conocerte sentía yo al solo nombre de Manco-Capac o de Atahualpa? Se hubiera dicho que entre mi corazón y el sepulcro olvidado de esos héroes, mediaba una fibra palpitante, por la cual el calor juvenil de mi sangre comunicaba con sus heladas cenizas. Entonces yo atribuía ese sentimiento extraño a las vehementes simpatías de la juventud, aun por seres desaparecidos después de siglos; pero era el presentimiento de mi amor. Mas dime, Hernán, aunque mi padre mire con desprecio el linaje de tu madre, ¿en qué perjudica esto a nuestro amor, pues que el noble, conde de Camporreal la hizo española dándole su nombre?

La altiva frente de Hernán palideció a estas palabras.

-¡Oh! ¡santa madre mía!- exclamó elevando al cielo una mirada de amor infinito,- ese nombre que te rehusaron, por noble que sea, todavía no era digno de ti: él no podía aumentar el brillo de la aureola de virtudes, de honor y de heroísmo que rodeaba tu frente. ¡No! Rosa, mi madre no llevó nunca ese nombre: una atroz injusticia le privó de él. ¡Oh! si eso hubiera sido lo único que le robó... Escucha su historia, amada mía, cuyo corazón es el único digno de comprenderla, tú a quien ella me ha enviado del cielo para reemplazarla en la tierra.

 
 
 
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Sueños y realidades de Juana Manuela Gorriti   Sueños y realidades
de Juana Manuela Gorriti

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