-Lo que quería decirte, hijo mío, es que no había pensado solamente en mi provecho personal, en mi propia felicidad, determinando para ti el plan de existencia que rechazas. Yo creía prepararte al mismo tiempo una vida feliz, útil y honorable. Al través de los conceptos corteses de tu lenguaje, entreveo que nos consideras al conde de La Roche-Ermel y a mí como dos seres inútiles en este mundo... Déjame continuar... No estoy en esto de acuerdo contigo. Somos dos caballeros rurales, como tú dices, y vivimos sin gloria, pero no sin honor. Trabajamos en la multiplicación del pan y de la carne y proporcionamos sólidas remontas a la caballería francesa... Esto ya es algo. Pero hay más. Es bueno que en los tiempos que corren, gentes corno nosotros permanezcan en su suelo natal, ciudad o pueblo y se hagan respetar. Aparte de los servicios prácticos que pueden prestar en su radio de acción, hay en su sola presencia, en la superioridad de sus conocimientos, en la dignidad de su vida, en los grandes recuerdos que su nombre evoca, hay, te digo, una enseñanza, hay un ejemplo, hay una autoridad. Son como esos vetustos campanarios que se divisan acá y allá en los campos y que causan melancolía y hacen pensar al viandante, al labriego que guía su arado y que llaman a las muchedumbres, a pesar de ellas, a altos sentimientos y a pensamientos respetuosos. ¡No, hijo mío, no somos inútiles!... ¡No me digas nada, Felipe, ni una palabra! Te comprendo, pero no aprovecharé tu sensibilidad para arrancarte un sacrificio que mañana deplorarías. Sigue el camino que te has trazado, síguelo como hombre de bien y me consolaré. ¿Y qué piensas hacer?
-Mi intención, si tú la apruebas, es de proseguir mis estudios de derecho hasta el doctorado y entrar luego en el Consejo de Estado.
-¡Así sea! Y ahora, Felipe, tenemos que tomar una penosa resolución. No pudiendo quedarte aquí, es conveniente, es necesario, que te vayas lo antes posible. Te irás mañana temprano, y para evitarnos a los dos emociones inútiles, deseo no verte en el instante de partir.
El señor de Boisvilliers se levantó bruscamente, enderezó su cuerpo atlético y reanudó su paseo con paso firme, haciendo seña a su hijo para que caminase a su lado.
Después de un largo silencio, dijo el anciano:
-Tal vez pasen años antes de que puedas honradamente volver a Boisvilliers. Tu presencia sería una crueldad para esa joven... Yo iré a París a verte, de cuando en cuando.
-Gracias, padre.
La noche iba cayendo poco a poco, esparciendo la sombra sobre la terraza. Una débil media luna proyectaba allá y acullá algunas blancuras a través del sombrío follaje de los castaños y plateaba vagamente, entre las hierbas, la superficie inmóvil del viejo estanque. Era una escena de paz y de una profunda melancolía.
-Felipe -exclamó el señor de Boisvilliers, -tú te pareces mucho a tu madre... sí, tu madre era un espíritu algo romántico, pero era al mismo tiempo una santa, no lo olvides.
-No lo olvidaré, padre.
Transcurrió un cuarto de hora sin que se cambiara una palabra entre el padre y el hijo, cuyos pasos, al aplastar la arena de la alameda, rompían únicamente el silencio de esa soledad.
De pronto, el señor de Boisvilliers se detuvo.
-Vamos, hijo mío -dijo alargándole la mano; -necesito descanso, y me retiro... ¡adiós!
-¡Padre mío! -exclamó Felipe con voz ahogada, por la angustia, -padre mío, ¿me perdonas?...
El anciano le atrajo hacia él con alguna violencia.
-¡Abrázame! -díjole.
Y apretó convulsivamente sobre su pecho al joven que lloraba.
Al siguiente día, al alba, Felipe de Boisvilliers se alejaba del castillo de sus mayores, arrastrado por dos vigorosos percherones que debían llevarle en veinte minutos a la próxima estación. Dejaba tras de él -¡feliz juventud!- las preocupaciones, el abandono y el luto, y corría alegremente hacia el porvenir a través del rocío de los bosques y de la naciente aurora.
Algunas horas más tarde, su padre, con el rostro pálido y los ojos hundidos por una noche de insomnio, dirigíase con paso cansado hacia el castillo de La Roche-Ermel. Cuando se acercaba, divisó en medio de la avenida al conde Leopoldo que venía a su encuentro.
-¡Hola! -gritó el Conde con tono jovial, -¿dónde está el joven parisiense? ¿Todavía en la cama?
El señor de Boisvilliers continuó avanzando sin responder, y cuando estuvo a dos pasos de su primo, le dijo con tono triste y grave:
-Amigo mío, Felipe ha vuelto a París.
-¡Cómo! ¿Se ha ido a París? -exclamó el Conde, que se turbó. -¿Qué pasa? Esto debe ser algo serio.
-Algo muy serio, en efecto -replicó el señor de Boisvilliers, acentuando sus palabras. Y tomando la mano del Conde:
-Amigo mío -díjole, -voy a causarte un gran disgusto; el sueño de toda nuestra vida está destruido. Mi hijo... mi hijo no es digno de la alianza que tú habías tenido a bien hacerme esperar para él.
El conde Leopoldo miró fijamente a su primo:
-¿Se niega? -dijo.
No recibiendo respuesta, dejó escapar un gemido sordo; sus brazos cayeron inertes a sus costados, y permaneció con los ojos fijos en el espacio; después agregó solamente:
-Juana se morirá.