El padre fumaba silenciosamente un cigarro, el hijo miraba con melancolía la vieja barca atada a un poste de amarre con una cadena enmohecida, y creía ver en ella, la imagen del destino, que le esperaba a él mismo en ese rincón perdido del mundo.
-¿Tú no fumas nunca? -preguntó bruscamente el señor de Boisvilliers.
-Nunca.
-Me parece bien. Eres más razonable que yo, y esto me encanta... ¿Ya eres abogado?
-Sí, padre mío.
-Perfectamente. Gracias a tus conocimientos en derecho, no te verás, como yo, presa de las gentes de negocios. Podrás administrar tú mismo tu fortuna, que será un día considerable.
-Espero que ese día está lejano.
-Te agradezco ese sentimiento; pero tarde o temprano, tendrás esa carga; yo envejezco, me siento cansado, hijo mío. ¿Sabes que las propiedades de Boisvilliers y de la Roche-Ermel reunidas darán más de noventa mil francos de renta?
-¿Tanto?
-¡Cómo no!
Reinó una pausa silenciosa, y luego, el señor de Boisvilliers, prosiguió:
-He ido a ver a tu prima Juana a su convento; están muy contentas con ella. Esas Damas aseguran que es una persona perfecta, notablemente sensata e instruída; es, además, excelente pianista.
-Sí, toca mucho.
-¿Tú sabes que ha terminado su educación y que regresa definitivamente a la, familia, el quince de este mes?
-Mi primo de La Roche-Ermel me lo ha dicho.
El señor de Boisvilliers interrumpió de pronto su paseo y tiró su cigarro:
-¡Felipe -dijo, fijando su vista sobre las facciones pálidas del joven, -tú no puedes ignorar los votos que hemos formulado siempre por tu casamiento con tu prima!... ¿Debo creer que tus proyectos son distintos de los nuestros?
-Padre -contestó Felipe con tono respetuoso pero firme, -no puedo casarme con mi prima... no la quiero.
-¿No la quieres? -repitió el señor de Boisvilliers.
Volvió a mirar con fijeza a su hijo; los surcos formados por las arrugas del entrecejo se acentuaron profundamente, y una ligera convulsión hizo temblar sus labios.
Había un banco a dos pasos de la orilla del estanque; fue a sentarse allí, dejó caer su frente en sus dos manos y meditó dolorosamente.
-¡Pobre niña! -murmuró.
Después, levantando la cabeza hacia su hijo, que permanecía parado ante él, dijo con voz breve y dura:
-Después de la declaración que acabas de hacerme, debes comprender que tu permanencia en Boisvilliers es poco menos que imposible por algún tiempo.
-Si lo juzgas así, obedeceré.
-Sí, comprendo; me anticipo a tus deseos; le has tomado cariño a París y pretendes pasar allí tu juventud y tal vez toda tu vida en la holganza.
-En la holganza no, padre, mío, y si me lo permites te hablaré con entera franqueza...
-Te lo ruego.
-Pues bien, sí, es aquí, en provincias, en el campo, donde viviría sin hacer nada... Discúlpame, padre... Tengo ante mi vista tu ejemplo y el de nuestro primo, y sé cuán dignamente está ocupada vuestra existencia... pero yo no tengo ni vuestros gustos ni vuestras aptitudes. Decías que me gusta París, es verdad; me placen, sin duda alguna, las distracciones y los placeres, como es natural a mi edad, pero me gusta también, creémelo, la noble actividad que se respira allí con el aire, las generosas ambiciones que hace nacer en el corazón, la fiebre de gloria que hace subir al cerebro; me gusta de París la poderosa vida intelectual que parece unirse a la propia inteligencia, y duplicar sus fuerzas... Aquí, padre mío, la suma de capacidad que pueda tener quedará sin objeto, sin aplicación; dejaría a los colonos y a los hombres de negocios cuidados que no tendrían ningún interés para mí; el aburrimiento, el desaliento, me invadirían a la larga y al fin me degradarían; no teniendo las virtudes del noble entregado a las tareas rurales, sólo me quedarían los defectos y quizá algún día los vicios. Emplearía mi tiempo, como tantos otros, en pasear mis perros, en consultar el barómetro y la rosa de los vientos, en embotellar vino y tal vez en beberlo... Pues bien, sí, te lo confieso, este género de vida, sin honor para mí, sin utilidad para nadie, me causa horror y mi infeliz prima, que ha sido de todo esto el símbolo, se me ha hecho odiosa a causa de ello; es ella que ha pronunciado desde la cuna el decreto de mi destino, es ella la que me ha dicho: "Tú vivirás aquí y no en otra parte... Tú girarás toda tu vida dentro de este círculo fatal, y darás vueltas conmigo, no tendrás más amor que el mío, yo seré indefectiblemente tu esposa, mis gustos serán los tuyos, mi cuarto será tu cuarto y mi tumba será tu tumba..." ¡Ah! yo hubiera podido amarla, si la hubiese elegido; y, ¿quién sabe? tal vez me hubieran gustado la vida del campo y sus ocupaciones; pero me han sido impuestas desde que nací... ¡Perdóname, si te ofendo, pero prefiero decirte todo mi pensamiento, abrirte sinceramente mi corazón!...
-Tienes razón -contestó el señor de Boisvilliers.
Respiró después fuertemente, se recogió un momento, y dijo luego con voz más suave y como velada:
-Yo también, hijo, tengo que pedirte disculpas.
-¡Padre!
-Sí, porque, al fin, podías creer que yo había dispuesto un poco ligeramente de tu porvenir, como si tu porvenir me hubiera pertenecido. Puedes creer, y tal vez lo piensas, que un motivo de egoísmo me impulsó a confiscar, en cierto modo, tu vida con provecho personal, ligándola de antemano al lado de la mía. Verdad es que me complacía la idea de ver un día -después de tantos años de soledad, -reanimarse mi vieja casa, llenarse, poblarse; sí, confiaba en que Dios me ahorraría esa amargura de los ancianos, la casa vacía. Además, quería a esa niña como si fuera hija mía...
-¡Padre! -murmuró de nuevo el joven, cuyos ojos se llenaban de lágrimas.
-No tengo razón, lo sé; discúlpame.
Y prosiguió con acento firme: