Sin embargo, los años pasaban. La señorita Juana crecía, y su pasión pura hacia su ingrato primo crecía con ella. Las familias explotaron hábilmente ese sentimiento, como un medio de educación. "¡Si tu primo te viera!" fue una frase mágica cuyo profundo alcance conoció pronto todo el círculo y ante la cual se extinguían como por encanto las rabietas y las rebeliones de la niña.
Vislumbraba en seguida el disgusto de su primo, y como consecuencia la ruptura de su boda, aún lejana, pero que era ya el pensamiento más acariciado de su juvenil corazón. Era evidente, en efecto, que Felipe de Boisvilliers, siendo él mismo, como ella lo percibía muy bien, un modelo de todas las perfecciones morales, no se casaría jamás con una personita de mal carácter y que no se portaba bien en la mesa.
El mismo procedimiento fue empleado y con la misma eficacia para estimularla en sus estudios. Felipe de Boisvilliers lograba brillantes éxitos en su colegio; llegaría a ser seguramente en el porvenir un hombre de mérito, tal vez un grande hombre; ¿podía su futura ignorar las reglas gramaticales? Esto era inadmisible, y Juana convenía en ello.
Fue puesta un poco más tarde bajo la tutela de las Damas de la Visitación que tenían en la ciudad de A... cabecera del departamento, un colegio muy recomendable. Al dejar su sobrina a sus cuidados, la señorita Angélica Paula les confió, con el mayor misterio y promesa de guardar el secreto, los proyectos de la familia tocante al porvenir de Juana, el culto que la niña profesaba a su primo, y el secreto de utilizar ese sentimiento para conseguir el perfeccionamiento de su carácter y de su espíritu.
Armadas de esos preciosos informes, esas Damas acabaron, inocentemente, de inflamar esa juvenil imaginación, no cesando de presentarle a Felipe de Boisvilliers como un ser perfecto, un novio ideal sobre el cual debía ajustar todos sus actos y del cual sólo se haría digna mediante una aplicación sostenida y méritos excepcionales.
La señorita Juana estaba perfectamente preparada para ver a su primo bajo un prisma favorable y casi sagrado; había puesto en él toda esa poesía vaga y encantadora que se agita en el alma de una niña, y el primo se le aparecía como iluminado por un nimbo. Es necesario decir que Felipe de Boisvilliers, con su figura, se prestaba bastante bien a esta apoteosis. Las fuertes cualidades de su raza estaban suavizadas en él por la sangre maternal, más débil y delicada. Era entonces un joven culto, elegante y ágil, el rostro grave y un poco altanero, con ojos de fuego que revelaban un ardor apasionado contenido por el hábito nativo del sentimiento de la dignidad. Sus triunfos en el colegio, algunos versos sonoros, la prosa agradable y espiritual de su cartas, daban fe de una inteligencia, por lo menos distinguida, pero que Juana calificaba de superior. La misma reserva de Felipe al lado de ella la impresionaba y la encantaba; cuando se dignaba, lo que sucedía pocas veces, aparecer en el locutorio del convento, se presentaba ante él temblando, feliz y confusa al verse visitada por ese dios joven.
Este joven dios, sin embargo, cursaba derecho en París con cierto suave abandono que no excluía crueles aprensiones. Terminados sus estudios tendría que volver a Boisvilliers para vivir al lado de su padre. Se acercaba el momento en que se vería obligado a explicarse acerca de sus intenciones respecto a su prima. No ignoraba que su casamiento con ella era cosa considerada por las dos familias como un hecho definido. Sin que se hubiese abordado abiertamente ese asunto ante él, se hacían con frecuencia alusiones que no le permitían olvidarlo.
Desgraciadamente, conservaba para su prima la antipatía que sintió hacia ella cuando era niño, y llevaba de cada una de sus visitas al convento, impresiones difícilmente conciliables con el deseo de sus parientes.
Encontraba a Juana fea y antipática, aunque sus ojos eran grandes y azules, su cabello negro y sus dientes deslumbrantes; pero tenía el talle corto, era torpe en sus movimientos, carecía de gracia, y tenía poco gusto para vestirse. Este último detalle no se podía imputar a Juana. Era un axioma en el convento que la belleza moral debía ser únicamente solicitada y cultivada por las colegialas, y el reglamento prescribía que todo asomo de coquetería fuese severamente reprimido. En consecuencia, no había espejos en el convento. Juana, a quien sorprendían algunas veces arreglándose el cabello ante un cristal, sufrió fuertes admoniciones por esa infracción.
-La belleza moral, señorita- le repetían las venerables hermanas, -la belleza, moral, ésa debe ser vuestra única preocupación y vuestra única, solicitud, como lo es, no lo dudéis, la única preocupación y la única solicitud de un espíritu tan cultivado como el de vuestro señor primo.
-¡Pero, madre -contestaba ella, -mi primo no puede ver mi belleza moral en el locutorio!
-Disculpe, señorita, la ve, o por lo menos la adivina, en vuestro desprecio mismo por las vanidades exteriores.
Juana se dejaba persuadir, pero ella tenía razón.
Su primo, cuando iba al locutorio, no veía su belleza moral, veía sus cabellos revolucionados, sus uñas demasiado cortas, sus piernas demasiado largas, sus botines anchos para sus pies, sus medias mal estiradas, y no tenía él mismo bastante sentido moral para apreciar el lado simbólico y superior de todas esas cosas.
A estas prevenciones inveteradas y persistentes contra su prima habían venido a unirse con la edad sentimientos nuevos que aumentaban su alejamiento de ella y la aversión por un porvenir que se le preparaba de tan larga data.
Sus escritos escolares, sus ensayos poéticos admirados de sus camaradas, se le habían subido a la cabeza, y no estaba lejos de compartir la excesiva buena opinión que Juana tenía de él.
Sin fijarse en ningún objetivo determinado, soñaba vagamente con ambiciones y glorias; vislumbraba también en la esfera deslumbrante del mundo parisiense, amores soberbios y llenos de tempestades; temblaba al pensar en sepultar en el fondo de la provincia, en el estrecho recinto de la mansión paternal, facultades dignas de un vasto escenario y pasiones dignas de grandes aventuras.
Lo que había de delicado, era hacer comprender todo eso a su padre. El señor de Boisvilliers de La -Roche-Ermel era un padre cariñoso, pero nada romántico: su rostro severo, su ojo gris y firme, sus labios amigos de la ironía, no provocaban las expansiones, y Felipe aplazó cuanto pudo una confidencia que debía evidentemente causar al anciano aristócrata, la más desagradable sorpresa; pero al fin obtuvo su diploma de abogado y no tenía ya pretexto plausible para prolongar su permanencia en París; comprendió que la hora de la explicación temida había sonado y salió para la Normandía armándose de todo su valor.
Tanto en Boisvilliers como en La Roche-Ermel se le acogió con aires de fiesta y de alegría, hecho que lo desconsoló y le hizo titubear en su resolución.
Era duro herir todos esos amantes corazones. Su actitud triste y reservada fue observada por su padre al día siguiente de la llegada, y el señor de Boisvilliers sintió secreta inquietud.
Una hermosa noche del mes de agosto, los dos se paseaban por una terraza, plantada de espesos castaños que componía uno de los lados del jardín de Boisvilliers; seguía la ribera de un estanque profundo y sereno que parecía dormir bajo las anchas hojas de nenúfar de que estaba casi enteramente cubierto; una barca vieja, medio llena de agua, estaba encallada al pie de una escalinata de peldaños mal unidos...