Pero ¿puede el hombre encontrar esa esencia divina que anida
en él?, o, mejor dicho, ¿debe el hombre, en su camino de avance y
progreso que tanto anhela, llegar a descubrir esa esencia divina que le
permita obtener el conocimiento del motivo y finalidad de su
existencia, o, lo que es lo mismo, del motivo y finalidad de la
existencia?
Es obvio que el modo de obtener estas respuestas es disipando
las tinieblas que impiden alcanzarlas. Y las tinieblas se disipan con
la luz. Entonces: ¿puede el hombre decir: ¡haya luz!?
El Evangelio dice: "Pedid, y se os dará; buscad, y hallareis;
llamad, y se os abrirá. Porque quien pide recibe, quien busca halla
y a quien llama se le abre..."
Por el contrario, también puede pensarse: ¿cómo osa el hombre
aspirar a la perfección divina atreviéndose a decir "haya luz" o
cualquier otra pretensión semejante? La respuesta la da Cristo en el
Sermón de la Montaña: "Sed, pues, perfectos como el Padre celestial es
perfecto..."
Y este es el motivo de elaboración del presente tratado: el
saber si el hombre, en uso de esa aspiración a la perfección divina, puede dar
nacimiento a una luz que le dé la salvación eterna; o, mejor dicho, que
le permita darse cuenta de que la
salvación y la eternidad son dos dones de los que siempre ha
dispuesto.