SOLDADO: Mi cabo, son tontas las mujeres hasta más no poder. Mariquita, ese peso es un engaño, es una invención para seducir a los tontos. ¿Qué dinero es ése, sino un dinero robado, que clamará por su dueño? ¿Es verdad, mi cabo?
CABO: Así es, Camilo, sopitas de miel, ¿y después?
SOLDADO: Después, condénese usted y lléveselo el diablo por un peso, y por un dinero que no pudo gozar. Después, mate usted a los inocentes; mate usted a las potestades legítimas, y mátese usted mismo; porque a esto se reduce esa matanza endemoniada que hace el padre Hidalgo, a que no quede piedra sobre piedra, y con el fin de que no quede hombre alguno que se oponga a sus disparates y herejías.
CABO: Así es, Camilo, piensas como yo. Dios me manda obedecer a mi general el señor virrey, y por esta obediencia he de morir. Ésta es la obligación de un soldado cristiano: defender las autoridades legítimas, no hacerle traición a su patria, no ser infiel a la confianza que sus jefes hacen del soldado y, en una palabra, pelear hasta morir contra esos insurgentes. Vivan los militares del excelentísimo señor Venegas, y mueran esos insurgentes, secuaces de un hereje.
SOLDADO: Mueran esos malditos y mueran porque nos escandalizan, y porque nos seducen.
CABO: Así es, muera la seducción... Ya volvemos, doña Mariquita; hasta luego.