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A modo de exordio
Esta suerte de preámbulo que yo prefiero llamar sinceramiento, surge para mí como una necesidad indeclinable. No puedo dejar de decir por qué quise contar la historia de Soledad, que es una entre miles y a muchas se parece.
Me parece verla, chiquita, fea, desechada, pasando absolutamente desapercibida en su rincón, confinada en el presente. Soledad no necesitaba saber si tenía o no dimensiones secretas, porque si lo hubiera sabido ya no habría sido ella. Sin embargo las tenía, y yo lo supe. Entonces me lancé a construir su memoria, porque quise llevar más allá la experiencia de ese personaje evocado en el epígrafe sartriano, cuya reflexión encierra una auténtica paradoja: la conciencia de su confinamiento, es un movimiento del alma que desmiente la severidad del mismo; dicho de otro modo, si el protagonista de “La Náusea” sabe que está preso en el presente, también sabe que hubo un pasado, y detrás de esta convicción se oculta un anhelo que es angustia metafísica.
Soledad, mi pequeña Soledad, estaba real, severamente encerrada en la celda del presente, porque ella era incapaz de anhelar, de recordar lo que fue, lo que pudo haber sido, o simplemente esperar. Esto es lo que a ella la hacía única y, al mismo tiempo, tan parecida a tantos. Ahí estaba esperando, todavía muda, para salir a la luz toda la belleza de su tragedia, para la cual agradezco el haber sido dotado de ese ojo recóndito que tiene el poder de exhumar lo invisible.
Ese órgano arcano que ve, debió ser el mismo que desencadenó en mí un sentimiento conmovedor al conocer la frase de Peter Falk, aquella de que “el hombre es Dios en ruinas”. Más tarde supe que en verdad, el actor había citado mal la frase de Ralph Waldo Emerson, que en verdad había dicho que “el hombre es un dios en ruinas”. Este yerro —que quizás de modo inconsciente no lo sea— se me figura el más hermoso trastrocamiento de la crueldad, que así deviene en piedad en su forma más alta, la que se profesa por la más sufrida de todas las condiciones, la humana.
Desde este mirador humano (aunque a Emerson, a quien admiro como poeta, quizás pudiera parecerle demasiado humano) es que me situé para contemplar, y cantarles mi letanía, todas las ruinas que pude exhumar de esa ciudad sepultada que yacía bajo la simpleza anónima de Soledad.
Así es como descubrí, en torno a ella, un conjunto de arquetipos, de formas de humanidad, que más tarde entendí que habían necesitado indefectiblemente de ella para ser perfectos como tales; de hecho Soledad pareció haber existido nada más que para la total compleción de las figuras de aquellos, en una suerte de simbiosis ética que más tarde se vuelve estética en la literatura. Más aún, desde una perspectiva distinta pero coincidente, puede decirse que Soledad fue algo así como el centro genitor de todos ellos, todos esos tipos humanos, como el corazón del árbol que por lo general se obvia cuando nos detenemos en la ponderación de sus frutos.
Todo esto fue Soledad, a pesar de sí misma. Todo esto que al fin es un arquetipo tan grande como la condición humana, ese inagotable conjunto de ruinas que hay que detenerse a contemplar en su esplendor maravilloso y trágico, con algo del modo con que quizás Dios, furtivo, puede estar observándonos desde la serena Eternidad.
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