Y aquí viene de molde decir que en marzo de 1841, tenía yo treinta y seis años y medio, y todavía me intitulaba joven,
-¿Si recibirá a un joven?- repitió el guía. ¿Y qué le va ni le viene a la señora Savilia el que usted sea joven o viejo?
-¿Qué edad tiene la señora Franchi? pregunté, al ver que de continuar interrogando como hasta entonces a mi guía, nada sacaría en limpio.
-Unos cuarenta años.
-Entonces de perlas- dije yo respondiendo a mis propios pensamientos.- ¡Tiene hijos!
-Dos, por cierto gallardos mozos.
-¿Los veré?
-Verá usted al que vive con ella.
-¿Y dónde vive el otro?
-En París.
-¿Qué edad tienen?
-Veintiún años
-¿Los dos?
-Sí, señor: son mellizos.
-¿A qué profesión se destinan?
-El que está en París, sigue la carrera de abogado.
-¿Y el otro?
-¡Oh! El otro será corso.
-¡Ah!- proferí, hallando bastante característica la respuesta, por más que mi guía me la hubiese dado con toda naturalidad-. Ea, vamos a casa de la señora Savilia de Franchi.
Mi guía y yo reanudamos la marcha, y diez minutos después entramos en la aldea.
Entonces noté una circunstancia en la que no pude fijarme desde lo alto de la colina, y es que todas las casas de Sullacaro estaban fortificadas como la de la señora Savilia; pero no con barbacanas, pues la pobreza de sus propietarios no les consentía indudablemente tal lujo de fortificaciones, sino sencillamente con gruesos y aspillerados tablones de ventanas, o con ladrillos.
Pregunté a mi guía qué nombre daban ellos a las aspilleras, y respondióme que el de saeteras; lo cual me hizo comprender que las venganzas corsas eran anteriores a la invención de las armas de fuego.
A compás que íbamos internándonos en las calles, la aldea tomaba un carácter más profundo de soledad y de tristeza.
Muchas eran las casas que parecían haber sostenido sitios y estaban acribilladas a balazos.
De cuando en cuando y al través de las aspilleras, veíamos brillar una pupila curiosa que nos miraba pasar; pero era imposible ver si aquella pupila pertenecía a un hombre o a una mujer.
Por fin llegamos a la casa que yo designara a mi guía, y que en realidad era la mas grande de la aldea; pero llamóme la atención que, fortificada en la apariencia por las barbacanas de que ya he hecho mérito, no lo estaba verdaderamente: quiero decir que en sus ventanas no había tablones, ni ladrillos, ni saeteras, sino cristales, protegidos, de noche, por postigos.
Verdad es que tales postigos con huellas en las cuales un observador no podía ver otra cosa que agujeros abiertos por balas; pero aquellos agujeros eran antiguos y visiblemente remontaban a una decena de años.
Apenas mi guía hubo llamado, cuando se abrió la puerta, no con timidez y sólo entreabriéndola, sino de par en par y dando paso a un criado.
Al decir criado, me he expresado malamente; debí decir un hombre.
Porque lo positivo es que lo que hace al criado es la librea, y el individuo que abrió la puerta vestía chaqueta y calzas de terciopelo y polainas de cuero, y llevaba ceñidos los lomos con una abigarrada faja de seda, de la que sobresalía el mango de un cuchillo de forma española.
-Amigo mío- le dije-, ¿es indiscreción para un extranjero que no conoce a persona alguna en Sullacaro, el venir a pedir hospitalidad al ama de usted?
-No, excelencia- respondió el criado-; los extranjeros honran la casa en la cual se detiene-. Y volviéndose hacia una sirvienta que estaba a sus espaldas, añadió-: María, avise a usted a la señora Savilia que aquí está un viajero francés que pide hospitalidad.
Dichas estas palabras, el criado descendió una escalera de ocho gradas, empinada como escala de cuerda, que conducía a la puerta de entrada, y cogió de las riendas a mi caballo, libre ya de mi carga.
-No se apure vuecencia por nada- me dijo el criado-. Van a subir su equipaje a su cuarto.
Huelga decir qué me aproveché de aquella incitación a la pereza, una de las más agradables que pueden hacerse a un viajero.