El Príncipe no respondió, pero ella, en silencio, le observaba
con interés, esperando la respuesta. El príncipe Basilio frunció levemente el
entrecejo.
-¿Qué quiere usted que haga? -dijo por último-. Ya sabe usted
que he hecho cuanto ha podido hacer un padre para educarlos, y los dos son unos
imbéciles. Hipólito, por lo menos, es un abúlico, y Anatolio, en cambio, un
tonto bullicioso. Esto es todo; ésta es la única diferencia que hay entre los
dos -añadió, con una sonrisa aún más imperativa y una animación todavía más
extraña, mientras, simultáneamente, en los pliegues que se marcaban en torno a
la boca aparecía límpidamente algo grosero y repelente.
-¿Por qué tienen hijos los hombres como usted? Si no fuese
usted padre, no se lo diría -dijo Ana Pavlovna levantando pensativamente los
párpados.
-Soy su fiel esclavo y a nadie más que a usted puedo
confesarlo. Mis hijos son el obstáculo de mi vida, mi cruz. Yo me lo explico
así. ¡Qué quiere usted!-y calló, expresando con una mueca su sumisión a la cruel
fortuna.