-Pero, ¿y la fiesta en la Embajada inglesa? Hoy es miércoles.
He de ir -replicó el Príncipe-. Mi hija vendrá a buscarme aquí. -Y añadió muy
negligentemente, como si de pronto recordara algo, cuando precisamente lo que
preguntaba era el objeto principal de su visita-. ¿Es cierto que la Emperatriz
madre desea el nombramiento del barón Funke como primer secretario en Viena?
Parece que este Barón es un pobre hombre.
El príncipe Basilio quería para su hijo aquel nombramiento, en
el que había un interés particular por concedérselo al Barón a través de la
emperatriz María Fedorovna.
Ana Pavlovna cerró apenas los ojos, en señal de que ni ella ni
nadie podía criticar aquello que complacía a la Emperatriz.
-A propósito de su familia -dijo-. ¿sabe usted que su hija,
desde que ha entrado en sociedad, es la delicia de todo el mundo? Todos la
encuentran tan bella como el día.
El Príncipe se inclinó respetuosa y reconocidamente.
-Pienso -continuó Ana Pavlovna después de un momentáneo
silencio y acercándose al Príncipe sonriéndole tiernamente, demostrándole con
esto que la conversación política había terminado y que se daba entonces
principio a la charla íntima-, pienso con mucha frecuencia en la enorme
injusticia con que se reparte la felicidad en la vida. ¿Por qué la fortuna le ha
dado a usted dos hijos tan excelentes? Dejemos de lado a Anatolio, el pequeño,
que no me gusta nada -añadió con tono decisivo, arqueando las cejas-. ¿Por qué
le ha dado unos hijos tan encantadores? Y lo cierto es que usted los aprecia
mucho menos que todos nosotros, y esto porque usted no vale tanto como ellos -y
sonrió con su más entusiástica sonrisa.
-¡Qué le vamos a hacer! Lavater hubiera dicho que yo no tengo
la protuberancia de la paternidad -replicó el Príncipe.
-Déjese de bromas. ¿Sabe usted que estoy muy descontenta de su
hijo menor? Dicho sea entre nosotros -y su rostro adquirió una triste
expresión-, se ha hablado de él a Su Majestad y se le ha compadecido a
usted.