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Entonces, en vez de suplir mis defectos con aquellas estimables cualidades que estaban a mi alcance, mostréme celoso de todos aquellos cuyo único crimen consistía en poseer una organización física muy superior a la mía, y mi malhadado orgullo no tardó en hacerme ver en aquellas ventajas naturales otras tantas inferioridades que me engrandecían ante mis propios ojos. Viví huido, hecho un salvaje, encerrado en mis debilidades como en un santuario inaccesible a los profanos. En una palabra, después de arrastrar varios meses esta vida detestable, cuando mi tío, que desempeñaba a maravillas su papel de protector, anuncióme que el colegio de Orleáns me ofrecía una beca entera, en recuerdo de los servicios prestados por mi padre, parecióme que esta rehabilitación era un tributo debido a mis méritos personales. Ingresé en el colegio como un conquistador. ¡Al fin iba a vivir entre mis semejantes! ¡Pobre padre mío! ¿por qué no estabas a mi lado para guiarme con tu dulce palabra y tu mirada bondadosa?

¿Fue a causa de mi traje, del que nadie se había ocupado desde mucho tiempo atrás? ¿fue debido, tal vez, a mi aspecto personal? No lo sé; pero es lo cierto que provoqué la hilaridad de mis nuevos camaradas. Cuando se supo que era hijo de aquel Babolain tan ridículo, la hilaridad convirtióse en furiosas carcajadas; todos aquellos pequeños miserables retorcíanse de risa. Cantáronme coplas en las que mi difunto padre desempeñaba el papel de héroe, me encontraron con él un raro parecido, y, en efecto, yo era su vivo retrato; decididamente, Babolain no había muerto; se había rejuvenecido y se hallaba entre ellos como alumno para purgar amargamente todas las que, como profesor, había hecho.

Mis nuevos compañeros no ignoraban el vivísimo dolor que sus burlas insolentes producíanme; nadie es cruel por ignorancia; pero yo no había sufrido aún lo suficiente para comprender todo esto. En el recreo de la tarde, que seguía a la comida, adopté un partido extremo: coloquéme, sin vacilar, erguido y altanero, ante uno de los que más se habían burlado de mí. Era uno de los más vigorosos, y hube de elegirlo así a causa de su talla, para que me llevase toda la cabeza. No pude, evitar, sin embargo, que toda la sangre me afluyese al corazón, y llegué a entrever la muerte.

-Caballero -le dije con acento emocionado, -no puedo consentir que se insulte a mi familia, y no he de toleraros...

Mi actitud debió resultar ridícula, porque escuché en seguida la risa abominable con que por lo mañana fui acogido y que me persiguió tanto tiempo.

-Amiguito -me dijo mi adversario, acariciándome jocosamente la mejilla con la mano, en medio de las risotadas de todos los circunstantes, -si sigues por ese camino, tendré precisión de azotarte.

-Ahora mismo vais a pedir perdón a mi padre exclamé a mi vez indignado.

Y alzándome sobre la punta de los pies, hice rodar de un golpe el sombrero de mi camarada. Casi simultáneamente, recibí en pleno rostro un mojicón que acabó de hacerme perder la conciencia de mí mismo. Lancéme sobre él y, con los puños y los pies, comencé a descargar furiosos golpes sobre mi adversario, sin ver dónde le daba. Ignoro cuánto tiempo pudo durar el pugilato, pues cuando recobré los sentidos encontréme sobre una cama de la enfermería adonde me habían conducido. Vime lleno de vendajes, todos manchados de sangre, y cuando quise ejecutar un movimiento, sentí en la extremidad del brazo derecho un dolor insoportable.

-Pedid a Dios perdón de vuestras culpas, hijo mío -murmuró una hermana que se hallaba, al lado mío, en compañía del médico; -haced un acto contrición...

-¡Diablo! ¡Diablo! ... Perdonad hermano; este energúmeno se ha dislocado la muñeca -dijo el doctor bruscamente. -Ya veis lo que se saca, mi irritable amiguito, de pelearse con las paredes.

Parece ser que, en efecto, en mi ciego furor, la había emprendido a puñadas con la pared, con gran regocijo de mis compañeros, destrozándome mis miembros contra las piedras.

Permanecí largo tiempo en la enfermería, bien contrariado por cierto, pues la causa que en ella me retenía no era en verdad muy simpática. El provisor no me ocultó el terror que para lo futuro le causaban mis instintos, y todos me tenían por un ente peligroso. Una tarde, cuando me trajo la hermana mi alimento, al inclinarse sobre mí para arreglarme la almohada, obedeciendo a un irresistible impulso de mi corazón, hijo de la gratitud que sus cuidados me inspiraran, rodeé de repente su cuello con el brazo que me quedaba libre y la besé, anegado en llanto. Ella retrocedió vivamente, llena de indignación, cubrióse su semblante de rubor, y a partir de aquel momento fui cuidado por un muchacho sucio, de olor desagradable. El abandono de la hermana prodújome gran dolor; ¡otro nuevo castigo cuya causa no entendía! Me lo expliqué vagamente suponiendo que le había producido una invencible repugnancia, debida a mi natural fealdad o a alguna enfermedad de que me hallaba atacado sin saberlo. Jamás osé preguntarle, sin embargo, en qué la había ofendido; tampoco tuve ocasión, en realidad, pues dos días después me mandaron otra vez entre mis camaradas, débil y maltrecho aún, pero dispuesto a soportar cuantas perrerías me hicieran.

Hay en el hombre que sabe vencerse a sí mismo un gozo consolador; la fuerza de los débiles consiste en doblegarse sin exhalar una queja, en revestirse de un aire de indiferencia, en refugiarse en sí mismo y poder exclamar: aquí dentro soy yo el amo. Encuéntrase en ello un triunfo que halaga la vanidad y modera el resentimiento, porque los sentimientos encontrados que en el alma humana germinan deben equilibrarse, y las pequeñas victorias que en nuestro interior obtenemos, nos hacen olvidar los defectos exteriores: lleva uno cadenas en los pies y laureles en el bolsillo...

Consagréme al estudio como se arroja uno al agua por desesperación, y tales trazas me di, que al cabo de algunos meses coloquéme el primero de mi clase. Entonces las crueldades que tuve que sufrir cesaron poco a poco; contentáronse con mofarse de mí. ¡Qué sensación de bienestar experimenté entonces!

 
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