Aquella necia sonrisa era imperdonable. Al verla, Dolly se
había estremecido como bajo el efecto de un dolor físico, y, según su costumbre,
anonadó a Stiva bajo un torrente de palabras duras y apenas hubo terminado, huyó
a refugiarse en su habitación.
Desde aquel momento, se había negado a ver a su marido.
«¡Todo por aquella necia sonrisa!», pensaba Esteban
Arkadievich. Y se repetía, desesperado, sin hallar respuesta a su pregunta:
«¿Qué hacer, qué hacer?».