Y de nuevo se presentaron a su imaginación los detalles de la
escena terrible; pensó en la violenta situación en que se encontraba y pensó,
sobre todo, en su propia culpa, que ahora se le aparecía con claridad.
-No, no me perdonará. ¡Y lo malo es que yo tengo la culpa de
todo. La culpa es mía, y, sin embargo, no soy culpable. Eso es lo terrible del
caso! ¡Ay, ay, ay! -se repitió con desesperación, evocando de nuevo la escena en
todos sus detalles.
Lo peor había sido aquel primer momento, cuando al regreso del
teatro, alegre y satisfecho con una manzana en las manos para su mujer, no la
había hallado en el salón; asustado, la había buscado en su gabinete, para
encontrarla al fin en su dormitorio examinando aquella malhadada carta que lo
había descubierto todo.
Dolly, aquella Dolly, eternamente ocupada, siempre llena de
preocupaciones, tan poco inteligente, según opinaba él, se hallaba sentada con
el papel en la mano, mirándole con una expresión de horror, de desesperación y
de ira.
-¿Qué es esto? ¿Qué me dices de esto? -preguntó, señalando la
carta.
Y ahora, al recordarlo, lo que más contrariaba a Esteban
Arkadievich en aquel asunto no era el hecho en sí, sino la manera como había
contestado entonces a su esposa.
Le había sucedido lo que a toda persona sorprendida en una
situación demasiado vergonzosa: no supo adaptar su aspecto a la situación en que
se encontraba.
Así, en vez de ofenderse, negar, disculparse, pedir perdón o
incluso permanecer indiferente -cualquiera de aquellas actitudes habría sido
preferible-, hizo una cosa ajena a su voluntad («reflejos cerebrales» , juzgó
Esteban Arkadievich, que se interesaba mucho por la fisiología): sonreír,
sonreír con su sonrisa habitual, benévola y en aquel caso necia.