Volvió su cuerpo, lleno y bien cuidado, sobre los flexibles
muelles del diván, como si se dispusiera a dormir de nuevo, a la vez que
abrazando el almohadón apoyaba en él la mejilla.
De repente se incorporó, se sentó sobre el diván y abrió los
ojos.
«¿Cómo era», pensó, recordando su sueño. «¡A ver, a ver! Alabin
daba una comida en Darmstadt... Sonaba una música americana... El caso es que
Darmstadt estaba en América... ¡Eso es! Alabin daba un banquete, servido en
mesas de cristal... Y las mesas cantaban: "Il mio tesoro"..: Y si do era eso,
era algo más bonito todavía.
» Había también unos frascos, que luego resultaron ser
mujeres...»
Los ojos de Esteban Arkadievich brillaron alegremente al
recordar aquel sueño. Luego quedó pensativo y sonrió.
«¡Qué bien estaba todo!» Había aún muchas otras cosas
magníficas que, una vez despierto, no sabía expresar ni con palabras ni con
pensamientos.
Observó que un hilo de luz se filtraba por las rendijas de la
persiana, alargó los pies, alcanzó sus zapatillas de tafilete bordado en oro,
que su mujer le regalara el año anterior con ocasión de su cumpleaños, y, como
desde hacía nueve años tenía por costumbre, extendió la mano hacia el lugar
donde, en el dormitorio conyugal, acostumbraba tener colocada la bata.
Sólo entonces se acordó de cómo y por qué se encontraba en su
gabinete y no en la alcoba con su mujer; la sonrisa desapareció de su rostro y
arrugó el entrecejo.
-¡Ay, ay, ay! -se lamentó, acordándose de lo que había
sucedido.