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PRIMERA PARTE

I

Un acontecimiento de Bolsa.

Estamos en la Bolsa de Burdeos, el 24 de diciembre de 1892.

En el peristilo reinaba una gran agitación.

Acababa de correr un rumor repentino, y los bolsistas, consternados, se hablaban unos a otros.

-¿Sabe usted la noticia?

-La Refinería General...

-¡Qué derrota!

-Más que una derrota... Una bancarrota.

-Los síndicos de quiebras van a pasar una buena temporada.

-A mí me importa poco -dijo un gran banquero de Chartrons con el acento del país; -he vendido anteayer...

Un hombre de alta estatura, de patillas canosas, correctamente ajustado en una levita negra y con la cinta roja en el ojal, iba de grupo en grupo escuchando las frases que circulaban.

A medida que avanzaba hundíanse más las arrugas de su frente, mientras sus cejas se juntaban con un fruncimiento significativo. -Había momentos en que rápidas contracciones nerviosas hacían que se estremeciese su cara, que el trataba de conservar impasible.

Cuando pasó al lado del banquero, éste le dijo:

-¡Calla! Es nuestro ilustre armador... ¿Cómo va, mi querido señor Kermadec?

El hombre así interpelado reprimió un movimiento de impaciencia:

-No va mal, gracias - respondió sin detenerse.

El banquero le miró alejarse y dijo en tono zumbón:

¡El pobre! Creo que tiene perdigones en el ala... Tenía enormemente de Refinerías... Pero, también, la culpa es suya. ¿Por qué no ha vendido anteayer?...

Kermadec se perdió entre la multitud y siguió escuchando con avidez los rumores que salían de los grupos.

No era ya posible hacerse ilusiones; el desastre era completo.

La Sociedad de las Refinerías Generales había muerto y arrastraba en su ruina a todo un mundo de especuladores, de industriales y de grandes y pequeños comerciantes.

La indignación y la cólera, llegaban, pues, a su colmo.

Se repetían las maniobras de la Sociedad, las alzas enormes de las cotizaciones sostenidas a toda costa por los mismos administradores y, después, de repente, el batacazo imprevisto fulminante.

Kermadec, iba a alejarse cuando llegó la última noticia. El juzgado había tomado cartas en el asunto y estaba preparando un auto de prisión contra los dos directores de la Sociedad.

¡La prisión de los directores era el fin!

El armador salió de la Bolsa vacilando como un enfermo que sale por primera vez después de muchos meses de sufrimiento.

En cuanto apareció en lo alto de los escalones, su cochero, que le estaba esperando en el sitio habitual, hizo adelantarse el coche.

-No, Juan -dijo Kermadec, -vuélvase usted; me voy a pie.

El frío era vivo y la nieve caía a grandes copos, pero Kermadec no parecía echarlo de ver.

Iba de prisa, con los ojos fijos en el suelo y respondiendo maquinalmente a los saludos de los escasos transeúntes que encontraba en su camino.

-Hoy todavía me saludan -pensaba amargamente;-pero mañana...

Seguía andando con paso nervioso y escapábanse de su boca palabras entrecortadas y sonidos ininteligibles.

Llegado a la carrera de la Intendencia, se detuvo delante de una casa de aspecto monumental y de alta apariencia.

Allí era donde vivía.

En el fondo de un gran patio, se elevaba el principal cuerpo de edificio.

A la derecha estaban las dependencias y a la izquierda las oficinas, que comunicaban con la habitación.

Kermadec, que se había dirigido al principio hacia la casa, cambió de parecer y moviendo tristemente la cabeza se volvió hacia la izquierda.

-¿Para qué afligirlos tan pronto? -murmuró. -Siempre será tiempo.

Atravesó las oficinas tieso e impasible.

-El correo -dijo.

-Está en el despacho del señor -respondió un ordenanza.

El armador entró en su despacho.

Era una vasta pieza amueblada de peral ennegrecido.

En el suelo, una espesa alfombra ensordecía los pasos y en las ventanas, grandes cortinas ensombrecían aún la dudosa y pálida luz del crepúsculo de diciembre.

El único objeto que se destacaba de la vulgaridad del resto del mueblaje era una panoplia colgada de la pared y en medio de la cual se exhibían las insignias de teniente de navío, la gorra de galones y las charreteras de oro.

En la chimenea chisporroteaba alegremente un buen fuego.

Sin cuidarse de desentumir al fuego los miembros ateridos de frío, Kermadec se sentó a su escritorio y entre todos los sobres comerciales y los telegramas que desparramaba nerviosamente, buscó una carta que sin duda era para él de una importancia capital, pues cuando la encontró no pudo contener una exclamación.

A la luz de la lámpara que el ordenanza le había traído detrás de él, Kermadec dio cien vueltas a aquel sobre antes de abrirlo.

Hubiérase dicho que entre aquellas delgadas paredes de papel se encontraba una sentencia que él temía conocer.

Sus manos temblaban.

Por fin, bruscamente, rompió el sobre, y leyó:

«Muy señor mío:

Me dice usted que desea reparar de una vez las brechas practicadas hace dos años en su fortuna, que ha comprometido usted todo su haber en una especulación sobre las Refinerías Generales y que si la Bolsa del 24 le es a usted tan desfavorable como la del 22 y 23, estará usted arruinado y no podrá pagar los vencimientos del día 31.

Reconozco que se halla usted reducido a un duro extremo, pero puede usted entonar el mea culpa, como dice el señor cura.

En cuanto a socorrer a usted pecuniaria»mente, no me es posible.

Al casarse con mi hermana, ha entrada usted en mi familia contra mi voluntad, bien lo sabe.

Contra mi voluntad también, ha abandonado usted su posición de oficial de marina, posición modesta, pero segura, para lanzarse en el comercio, que era griego para usted, dicho sea, no para mortificarle, pues el momento estaría mal escogido y no tengo derecho para ello, siendo cada cual libre en sus actos, sino sencillamente para hacerle comprender que no estoy obligado a portarme con usted como un cuñado de mi gusto.

»No cuente usted, pues, conmigo en esta ocasión.

»De usted atento S. S.

SEBASTIÁN CLOARON.»

Acabada la lectura, Kermadec dejó caer la carta.

-¡Ah! -exclamó con el corazón oprimido por un sollozo desesperado, -se acabó...

Permaneció un momento caído en el sofá, con la cabeza entre las manos.

Después se levantó, enjugó con el pañuelo el sudor que le corría por la frente y dijo en tono breve:

-Vamos allá; el tiempo de las vacilaciones ha pasado. Hay que tomar una resolución.

Llamó.

-Ruegue usted al cajero que venga con sus libros -dijo al ordenanza que había abierto la puerta.

Pocos minutos después apareció el cajero.

Recomendado eficazmente al armador, estaba llenando sus funciones hacía dos años y pasaba por un modelo de empleados.

Llegaba a la oficina el primero y salía el último y por su trabajo, su inteligencia y su adhesión había sabido inspirar tal estima a su principal, que éste lo trataba más bien como amigo que como subalterno y hasta lo recibía en su intimidad.

No se le conocían parientes; por lo menos no hablaba de ellos jamás.

Era, por otra parte, sobrio de palabras, y, bajo su apariencia de buen hombre, bastante misterioso respecto de sus negocios personales. De su existencia anterior no se sabía nada, sino que había viajado mucho y que su juventud se había pasado en París, donde había empezado los estudios de medicina, repentinamente interrumpidos.

¿A Pedro Corvol, era su nombre, no lo gustaba recordar esta parte de su vida? Ello era que cuando se hablaba de esto delante de él, no dejaba de cambiar de conversación sin que nadie se diese cuenta.

El cajero se acercó a Kermadec con la sonrisa en los labios.

-¿Me llama usted?

-Sí, señor Corvol. Sírvase usted darme la cifra del vencimiento del mes corriente.

-39,130 pesos y 30 centavos -respondió el empleado después de haber hojeado sus libros.

-Bien. ¿Líquido en caja?

-2,585'35.

-¿Valores en cartera?

-6,015'65.

-¿La cuenta de la Sociedad General?

-Se salda por un crédito de 405 pesos.

-De modo que para cubrir el vencimiento de 39,000 pesos...

-Tenemos en caja 9,500 pesos próximamente. Así, pues, es la suma de 29,600 pesos la que tendrá usted la bondad de entregarme antes de mañana.

-¡Veintinueve mil seiscientos pesos! Está bien.

El cajero se inclinó y salió.

 
 
 
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