https://www.elaleph.com Vista previa del libro "Despertar en primavera" de Héctor De Bethencourt Vidal (página 3) | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
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Permanecieron un largo rato en silencio hasta que él se decidió a hacerle la pregunta que tenía rato ha en la punta de la lengua.
–¿Por qué hiciste eso conmigo?
–Por terapia, además me agradó hacerlo.
Y se levantó del asiento. Él la siguió, entraron en el bote, remó hasta la costa, bajaron del bote, lo amarraron y se separaron para encontrarse luego en el comedor para almorzar. Gabriel se dio un largo baño, cambió de ropa y dirigió a la biblioteca en donde cumplió con el requisito de inscribirse. Pidió un libro cualquiera y se sentó en el lugar más solitario que encontró.
La cabeza le daba vueltas, en pocas horas habían pasado tantas cosas que no podía asimilar claramente su situación actual. Las repasó lentamente saboreándolas. Comenzó a recordar cosas, las caricias de su madre, el compañerismo de su padre, la escuela, el día que cumplió diez años y lo que pasó un mes después. Estaba desayunando con la túnica puesta para ir a la escuela cuando golpearon a la puerta. El padre la abrió, entraron soldados armados hasta los dientes y se lo llevaron mediante empujones hasta una camioneta verde, la madre se abalanzó sobre los uniformados que la golpearon arrojándola contra una pared. Él paralizado miraba lo que estaba pasando como si fuera un sueño, pero no lo era. Se acercó a la madre que lloraba tirada en el piso y con un tajo sangrante en la cabeza. Cuando lo vio se levantó y lo abrazó largamente mientras ambos lloraban. Serenada, se levantó, curó su herida, le tomó de la mano y salieron de la casa. Gabriel quería llevar la cartera de la escuela pero la madre le dijo que lo llevaría a la casa de su madre. Se resistió, no quería ir a lo de esa odiosa mujer pero la madre le aseguró que no tenía otra opción, cuando pudiera lo iría a buscar. Nunca más volvió a ver a su madre. Respecto a su padre tampoco lo pudo ver pero sí contempló en doloroso silencio el ataúd cerrado en el entierro porque los soldados no permitieron se abriera para velar al muerto. Entonces el dolor de haber perdido de esa manera a sus padres se fue trocando en odio, un odio cada vez más profundo alimentado ante la impotencia de un niño a quien se le había arrancado como de raíz de la noche a la mañana una vida feliz, una familia, un hogar, una ilusión, una esperanza. Sintió que los asesinos le habían arrebatado su futuro, que la vida no merecía ser vivida. Sentado allí en la biblioteca Gabriel volvió a llorar, pero de otra manera, había comprendido que la lucha no había cesado, que la vida tenía que vivirla y que algo tenía que hacer para reivindicar la memoria de sus padres.
María, la abuela vivía en una mansión rodeada de servidumbre, cocinera, mucama, jardinero, chofer y el esposo de la cocinera, José que hacía el mantenimiento, eliminaba los desperfectos eléctricos, alimentaba la calefacción, reparaba puertas, ventanas y todo lo que hubiera que reparar. Allí Gabriel se sintió como un ser extraño, su abuela lo trataba como a un vegetal, lo había cambiado de escuela y con sus condiscípulos no se trataba. Le hacían el vacío y lo miraban con recelo; se rumoreaba que el padre había huido al extranjero para organizar una guerrilla contra el gobierno y que la madre se había fugado con otro hombre. Los profesores constituían tres categorías, los que lo detestaban, los indiferentes y los que le tenían lástima. Era un alumno mediocre que no se preocupaba por nada, no atendía en clase y en los recreos permanecía en un rincón del patio sentado y silencioso. En realidad no tenía con quien conversar. Se limitaba a observar a las niñas, las bonitas, porque eso le descansaba la vista. Las niñas, que lo habían notado, se burlaban de él y cuando pasaban a su lado se le reían en la cara. Así se deslizaba su vida, de la escuela a la casa y en ésta leía algo, veía televisión y salía a la calle a pasear un poco en bicicleta. No tenía amigos salvo Pedro, el sobrino del jardinero llamado Fermín, con quien iba a pescar pececillos en el lago del vecino. Cuando éste los descubrió les lanzó los perros, pero con un poco de carne y mucho de mimos los animales se hicieron grandes amigos de los muchachos. Cuando el vecino se dio cuenta no los azuzó nunca más, sin embargo, al aparecer los pescadores, los canes corrían jubilosos con sus amigos de dos patas. Sucedió que los pececillos no se acostumbraban a la pecera y al poco tiempo morían, lo cual obligaba a que tuviera que renovar el cardumen. Gabriel se dio cuenta y decidió no sacrificar más ejemplares. Le pidió permiso a la abuela para tener un perro pero ella le respondió que no, ni perros, ni gatos, ni conejos, ni gallinas, ni nada. En la semana, concurría a la escuela en donde también almorzaba, volvía a la casa, merendaba, repasaba los deberes y salía al jardín a conversar con el jardinero. Al oscurecer volvía a la prisión, cenaba solo, porque la abuela muy pocas veces estaba en casa, salía a reuniones no se sabe con que señoras para hacer vaya a saber que cosas y cuando estaba libre se marchaba a la estancia a controlar cómo estaba el ganado. Era muy buena administradora y los peones le tenían terror. Recordó Gabriel con amargura los sucesos que acaecieron cuando finalizó los estudios escolares y pasó a los secundarios, en un colegio privado, por supuesto. Allí al principio mejoraron un poco las cosas porque simpatizó con el profesor de ciencias naturales y le encantó el curso de español, porque la profesora no se limitaba a meterles en la cabeza las reglas gramaticales y todas esas cosas rutinarias que tenía el curso sino que les proporcionaba material de lectura, cuentos, relatos, versos que agradaban mucho a los alumnos. También les hacía hacer relatos o composiciones y luego las comentaba en clase. Gabriel recordó la satisfacción que sentía cuando la profesora ponderaba sus opúsculos.
–Cuando seas mayor vas a ser un buen escritor.
A la mayoría de sus condiscípulos no les caían en gracia las afirmaciones de la profesora e incluso comenzaron a molestarle. Todo terminó cuando uno de ellos le gritó a la salida de clase que se fuera, que no querían de compañero al hijo de un opositor y menos a un hijo de puta. Gabriel se enfureció, perdió el control y la emprendió a puñetazos con el estúpido. Dos profesores que pasaban le salvaron la vida, lo tomaron de los hombros a Gabriel y lograron que dejara de pegarle. Nadie atestiguó a favor de él, la dirección del liceo consideró que había sido una agresión injustificada e incalificable, lo expulsaron. Tenía entonces trece años.
La abuela en principio pensó inscribirlo en otro liceo pero al final resolvió mantenerlo guardado en casa. Contrató varios profesores que venían a darle clase y luego se olvidó del asunto. La atención personalizada tuvo el efecto de que Gabriel se viera obligado a estudiar todas las materias y comenzara a gustar de la disciplina.
Dio los exámenes correspondientes y los salvó bien, lo mismo en los años subsiguientes. A partir de ese momento María decidió desentenderse de los estudios de su nieto y este se inscribió en el instituto del Estado para completar el bachillerato.

 
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de Héctor De Bethencourt Vidal

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