El Grito
Llovía aquella tarde, como había llovido durante todo el día, con una garúa
molesta que chorreaba, pegajosa y sucia, en ventanas y rostros. Me puse mi gabán
favorito, mi único gabán, y salí de la oficina al aire destemplado de agosto,
bajo un cielo de plomo y un sol velado que se extinguía en sus últimos
estertores. Tomé un taxi en la puerta de la inmobiliaria. Un auto medio
desvencijado, a pesar de que no debía tener más de cuatro o cinco años. Sería un
modelo '74 o '75, cuando mucho. El auto salió raudo de la ciudad, camino al
suburbio, como escapando de las luces que poco a poco se iban encendiendo. Me
dejó en las cercanías de ese barrio infausto, maldito. El conductor no se
atrevió a adentrarse en las calles fangosas, bajo el pretexto de que podía
quedarse varado en el barro. Después comprendí el presentimiento detrás de la
excusa.
Continué varias cuadras a pie por un suelo resbaloso. En la calle, ni un
alma. A lo sumo algún espíritu, pero se mantenía a resguardo de las miradas. A
cada cuadra que avanzaba, el paisaje se iba haciendo más austero, más rústico;
menos contemplativo, más pragmático. Una antena de TV hecha con una budinera, un
palo de escoba sosteniendo una persiana. De pronto dejó de haber veredas; era
todo barro. Dejó de haber calles; era todo campo. Las casas parecían diseminadas
al azar, cada vez más alejadas entre sí, como si fueran dados que yacían inertes
luego de haber sido parte del juego nocivo de un dios gigante.
Divisé la casa, nada amigable, a la distancia. Sola y alejada, como en
penitencia, enmarcada en una tarde con aspecto de noche. Debía de ser ésa;
coincidían todos los datos que me habían dado. Enseguida noté que allí no había
negocio posible. No hacía falta tener veinte años en el rubro de los inmuebles
para darse cuenta de eso. Pero en tanto tiempo nunca me negué a emprendimiento
alguno, y la experiencia también me demostró que siempre hay alguien dispuesto a
comprar lo que uno vende.
Esquivando charcos de agua sucia y gomosa, me fui acercando a la casa.
Advertí dos ventanas tapiadas con ladrillos en una pared lateral; moho y musgo
verde que chorreaba del techo, pintura descascarada y manchas de hollín por
doquier. La fachada estaba aún peor. Parte del revoque había desaparecido
dejando a la vista los ladrillos, como si fuera un esqueleto sin piel. Los
postigos de las ventanas estaban desvencijados, pero aún firmes y, curiosamente,
atados por fuera con cuerdas y cables. Arriba, en lo alto, una cortina rotosa en
una minúscula ventana velaba los secretos del interior. La puerta, de madera
maciza, era alta y rústica, y al llamador, un ángel de fundición oscurecido por
el tiempo, le faltaba un ala.
Admito que dudé en seguir adelante con aquello, pero qué más daba. Ya había
alardeado en la inmobiliaria, delante de mis compañeros, que yo era el único
capaz de sacarle rédito al tugurio que me describían. La realidad me mostró que
era más difícil de lo que pensaba, y eso me hizo dudar. Pero de todas formas,
lamentablemente, seguí adelante.
Para no molestar al ángel llamador, golpeé la puerta con mis puños. Desde
adentro me respondió una carcajada; no de buen humor, sino más bien insolente.
Unos segundos después abrió la puerta una mujer mayor, de rostro surcado por
arrugas y una mirada opaca, sin vida. Con un leve murmullo, pero más con un
gesto, me indicó que pasara. Detrás de la puerta había una cancela de hierro
grueso, con signos de óxido. Recuerdo que pensé que esa gente tenía las medidas
de seguridad al revés: ventanas cerradas por afuera y rejas colocadas puertas
adentro. Al pasar a lo que un buen agente inmobiliario podría denominar
"recibidor", me invadió un olor nauseabundo, denso y pesado, de humedad y
encierro. Pero también de algo más.
Me detuve antes de pasar al cuarto siguiente, dejando lugar para que la
anciana, que se había dedicado a cerrar celosamente la puerta cancel, se me
adelantara. Pasó lentamente delante de mí arrastrando los pies, sin hablar, y
sin siquiera mirarme. Yo la seguí. Traspuse un umbral sin puerta; apenas una
tela harapienta separaba los ambientes. Así entré a lo que, con buena fe de
vendedor, sería la "sala-comedor". El olor allí era mucho más intenso y fétido.
Lo que flotaba, suspendido pesadamente en el aire, era una pestilencia humana,
un olor concentrado de encierro y orín. Un aroma a dolor.
Sobre la pared de la derecha noté las marcas de las ventanas tapiadas que ya
había visto desde afuera. Me llamó la atención la carencia casi total de muebles
también en este cuarto. Apenas un aparador con chucherías gastadas, estatuillas
viejas y llenas de polvo, adornos aborrecibles tiznados por el hollín y un
retrato en sepia de una pareja que posaba para la cámara. Pero otra cosa me
sorprendió más. A la derecha del aparador había una cama donde yacía un viejo,
arrugado y escuálido, retorcido en frazadas grises. Me miraba con sus ojos
vacíos sobre pómulos salientes y filosos; su boca abierta en expresión de
asombro o de pánico, como gritando silencio. A su lado, sobre una mesa de luz
improvisada con una silla sin respaldo, había un vaso, una jeringa y un trapo
sucio. Entonces noté que me había paralizado. No esperaba toparme con aquella
escena. Mientras tanto, la mujer me aguardaba, mirándome impávida, para que la
siguiera al otro cuarto. Me disculpé y ella, sin mediar palabra, dio media
vuelta y continuó atravesando otro umbral, de cuya puerta sólo quedaba el marco.
No bien crucé hacia la otra habitación me recibió un alarido que me hizo
sobresaltar vergonzosamente, y luego la misma carcajada histérica que había oído
al llamar a la puerta. Sentado en un rincón, al lado de una cocina de fundición,
un hombre joven y enorme me miraba divertido, mientras se balanceaba lentamente
hacia atrás y hacia delante y gesticulaba agitando unos brazos gruesos que
terminaban ramificándose en un puñado de dedos amorfos. Un hilo de baba pringosa
nacía en la comisura de su boca, resbalaba lento por su barbilla y caía
pendulando hasta su pecho. En ese momento, lo acepto, sentí miedo, o más bien,
desesperación. Estuve a punto de cancelar todo y retirarme; pero el orgullo me
obligó a continuar.
Atravesé la cocina, bien pegado a la pared, lo más alejado posible de ese
hombre que me impresionaba, y que siguió mi paso con sus ojos extraviados,
girando lentamente la cabeza.
La anciana subió una escalera estrecha y manchada de humedad y yo la seguí
fingiendo observar todo en detalle. El último escalón nos depositó frente a un
pasillo largo y oscuro en cuyo final había una puerta. Accioné un interruptor de
luz, situado a mi derecha, pero no hubo más respuesta que un inútil chasquido.
La anciana, mediante una seña tosca, me indicó que pasara adelante y avanzara
por el corredor. Por suerte quedaba solo un cuarto por ver y ya podría irme, el
olor me estaba descomponiendo. Caminé con pasos fingidamente seguros, no quería
demostrar miedo a la dueña de casa, que seguramente me estaría observando desde
atrás. El piso de madera, en pésimo estado, crujía a cada paso. Definitivamente
la casa no valía ni un centavo.
Llegué al final del pasillo, me detuve un instante y empujé la puerta de la
habitación, que se abrió con un ruido desafinado. Era un cuarto vacío,
totalmente oscuro. Sólo estaba esa ventana que había visto desde afuera, pero
era tan insignificante que apenas proyectaba un charco de luz sobre la pared
opuesta. Había también un interruptor junto a la puerta, pero tampoco funcionó.
En otro simulado acto de profesionalismo pasé mis manos por la pared, como
tratando de saber si tenía humedad. Y no sólo eso. Fingí interesarme por la
vista al exterior que ofrecía la pequeña ventana. Así que me acerqué, los brazos
enlazados tras la espalda, y eché un vistazo afuera. Sólo divisé un paisaje
negro y desolado. Luego volteé para decirle a la anciana que ya había finalizado
la valoración, pero no estaba.
Salí del cuarto y tampoco la hallé en el pasillo. Entonces me pareció oír el
ruido de la puerta cancel al cerrarse y, no sé por qué, pero aquel sonido me
resultó por demás ingrato. Apreté el paso, desandando el pasillo rápidamente, y
empecé a bajar la escalera.
Cuando llegué a la cocina no hallé a la anciana y supe que tampoco la
encontraría en la sala-comedor o en el maldito recibidor. A pesar de todo seguí
caminando rápido, para marcharme. Pasé por la cocina esforzándome por no mirar
al hombre deforme, pero tuve que voltearme porque tenía la sensación de que me
perseguía. Afortunadamente continuaba allí, sentado en su rincón. Y me miraba.
También atravesé la habitación donde había visto al viejo moribundo y llegué a
la puerta de entrada. Traté de abrir la puerta cancel, pero estaba cerrada con
llave. Me sentía sudado, con las manos frías de los nervios. Maldije por lo bajo
mi suerte y mis aires de suficiencia que me pusieron en esa situación. De todas
maneras, a pesar de la insólita circunstancia, traté de tranquilizarme y centrar
mis pensamientos en alternativas positivas. A fin de cuentas no debía
preocuparme tanto. Seguramente la anciana no quiso pecar de poco amable y salió
en busca de algo para convidarme. Un café, algo dulce. La gente grande suele ser
servicial. Se me cruzó por la cabeza, como una chispa hiriente, la visión del
barrio desierto y del descampado que rodeaba la casa, pero me esforcé por
aplacar esa idea.
Me quedé unos minutos parado junto a la puerta cancel de hierro y la anciana
no regresaba. Ya casi no podía ver nada; la noche se había colado por alguna
ventana. Me acerqué a lo que parecía una llave de luz, la accioné y, tal como
supuse, nada pasó. La instalación eléctrica tampoco funcionaba, mis compañeros
tenían razón, era imposible vender esa casa. ¡Al diablo con la venta de la casa!
Lo único que quería era salir de allí. Irritado por mi pensamiento infantil, me
encaminé con pasos firmes hacia la sala-comedor, pero el olor intenso o el temor
(probablemente una mezcla de ambos) liquidaron mi ímpetu. Me asomé tímidamente
por el umbral, descorriendo la cortina roída por los colmillos del tiempo, y
tomé una silla cercana. El ruido que hice al arrastrarla quebró el silencio, y
desde la cocina surgió la risa trastornada del deforme, recordándome que aún
estaba allí. Me apresuré a volver junto a la puerta cancel, a esperar a la
anciana.
No sé cuánto permanecí allí sentado, en medio de la oscuridad, maldiciendo mi
trabajo, a mis compañeros y a mi suerte. Había perdido la noción del tiempo,
pero para entonces, era evidente que la anciana no volvería. Debía buscar la
llave. Debía encontrar la llave. Pero en medio de esa oscuridad sería imposible.
Primero debía encontrar velas.
Abandoné la silla decidido a poner fin a aquella situación bochornosa. Entré
con furia al cuarto donde yacía el viejo, pero estaba muy oscuro y tuve que
frenar mi impulso para no tropezar con nada. Me acerqué a ciegas al aparador,
con las manos extendidas adelante, tanteando el aire. Revolví sin ver los dos
cajones del mueble, pero sin suerte. Entonces volteé y pasé junto a la cama del
viejo enfermo. ¡Cuál no sería mi sorpresa al ver que ya no estaba en la cama!
Eso me puso aún más nervioso, ¿adónde podía haber ido, si minutos antes
languidecía en su lecho de muerte? Sin embargo, las opciones eran cada vez
menos. Debía, más que nunca, hallar una vela o algo para iluminar y poder, tan
siquiera, ver dónde estaba parado. Seguí caminando pegado a la pared,
palpándola. Llegué a la entrada de la cocina, aún más oscura y con un silencio
que aturdía. ¡Qué estúpido se vuelve uno cuando está nervioso! Pregunté al aire:
¿hay alguien acá? Y el deforme me respondió desde su silla con una risita
cáustica. Aunque no lo veía claramente, al menos lo había ubicado, seguía en el
mismo lugar.
Me acerqué hacia donde estaba la mesada. En alguno de esos cajones debía
haber algo que pudiera ayudarme. Revolví nervioso cada uno de ellos, volteando
constantemente para comprobar que el deforme permanecía en su silla. Entonces
pensé en la cocina. ¡Qué idiota! Con algo debían encenderla. Me acerqué
apresurado y en una imprudencia tiré al suelo algunos trastos que estaban sobre
las hornallas. El ruido me hizo sobresaltar de tal manera que disparé al aire un
grito ahogado. No me importó. Había hallado una caja de fósforos. Entonces
encendí uno, con mis manos temblorosas, y un fulgor rojizo tiñó la oscuridad de
penumbra. Giré lentamente con el fósforo en la mano y vi, horrorizado, cómo el
deforme se levantaba de su silla y se acercaba a mí con pasos torpes y pesados.
En sus ojos ya no vi los síntomas de desconcierto que había notado antes, sino
la llama roja parpadeando en sus pupilas y un brillo especial de inteligencia
enferma. Y de su boca no emanaba una risa convulsiva; sus labios se estiraban
dando lugar a una mueca cínica y macabra.
El miedo me jugó una mala pasada. El fósforo encendido cayó al suelo con una
absurda parábola y la caja completa se escurrió de mi otra mano como si tuviera
vida propia, desparramando todas las cerillas en el piso. La oscuridad volvió a
ser total. Salí corriendo a ciegas, subiendo la escalera a trompicones, cayendo
varias veces, jadeante, para volver a levantarme y seguir huyendo, sintiendo a
cada paso que el deforme estaba más y más cerca. Atravesé el corredor, entré al
cuarto y cerré la puerta detrás de mí. Agitado a más no poder me acerqué a la
pequeña ventana, asomé mi cara e intenté gritar pero, al igual que en los
sueños, no salió nada, apenas un leve chillido sofocado. En el segundo intento
mis pulmones expulsaron su desesperación en un grito grave y sin sentido que
escandalizó el aire de la noche. Mi pecho se llenó de invierno, pero mi garganta
ardió como una brasa. Volví a gritar, esta vez pidiendo auxilio, y el silencio
fue la peor de las respuestas.
Entonces me aparté hacia el rincón más alejado de la puerta y me puse
instintivamente en cuclillas, con las manos temblorosas protegiendo mi pecho. No
sabía qué hacer, no tenía escapatoria y no sabía dónde había quedado el deforme;
pero pronto tuve la respuesta. Oí la madera del pasillo ceder alternativamente
ante sus pasos. Y el silencio terminó de romperse con un aullido animal que
rebotó con un eco metálico por toda la casa. El horror me estremeció todo el
cuerpo, y el espanto me dejó paralizado y sin respiración.
Cuando pude recobrar el control comencé a gatear por el perímetro de la
habitación, buscando vanamente un mejor lugar donde esconderme. Entonces sentí
con pánico que algo me tomaba con fuerza del gabán. Giré violentamente dando
patadas y puñetazos al aire y oí, entre los jadeos de mi respiración agitada,
cómo la tela del impermeable se desgarraba. Sin embargo, nadie me atacó. Lo que
me sujetaba era la manija de una especie de puertilla metálica, incrustada en la
pared. Accioné la empuñadura y se abrió con un chirrido oxidado. Noté que se
trataba de una especie de rampa para arrojar basura que era muy común en
edificios y algunas construcciones antiguas. Desde ese escabroso túnel surgía un
vaho apestosamente intenso. En ese momento oí la puerta de la habitación abrirse
con un golpe seco. El deforme anunció su llegada con un alarido feroz y se
encaminó recto hacia mí como si pudiera ver en la oscuridad. Apenas podía
distinguir su enorme figura, pero oía cómo se acercaba; y adivinaba en su rostro
un gesto rabioso y perverso. No tuve tiempo de dudar, me zambullí apretadamente
por el túnel, pero resultó demasiado estrecho y quedé atascado con mis hombros,
cabeza abajo. Me invadió una desesperación claustrofóbica, y al instante sentí
al deforme tomarme de las piernas, mientras reía con histeria. Consternado,
percibí que me subía nuevamente a la habitación y comencé a mover mis piernas
violentamente para liberarme de sus manos de tenaza. Traté de aferrarme a las
paredes con los brazos abiertos, pero sólo sentí el crujido seco de un dedo al
quebrarse y un rayo intenso de dolor por una uña que se desprendió de raíz.
Finalmente fui sacado del hoyo, y caí de espalda al piso. El deforme enroscó
sus dedos amorfos en mi cuello, y comenzó a ahorcarme con fuerza. Mientras
trataba inútilmente de liberarme, aleteando mis manos como una gallina a punto
de ser degollada, pude ver, desconcertado, la silueta de la vieja surgir detrás
de él, con una vela en la mano.
Ése fue el último recuerdo antes de aparecer en la cama. A partir de
entonces, mis memorias se tornan confusas y distorsionadas; infectadas de
visiones demenciales y sensaciones inexplicables: los ojos de la vieja, bien
abiertos, junto a la cama; un pinchazo agudo y penetrante en mi brazo. Algunos
días se hacen interminables, y de otros sólo vislumbro una huella. A menudo no
distingo el presente del pasado. Mi cuerpo, paralizado por las drogas, está cada
día más débil. Mi piel cuarteada y seca reviste apenas huesos, que yacen sobre
mi espalda llagada. Oigo la risa histérica del deforme, como llegando desde otra
dimensión, y veo a alguien, parecido al que yo fui, entrar por la puerta.
Intento gritarle que corra, que huya de aquí. Abro grande la boca y con las
pocas fuerzas que me quedan grito con nervio, pero sólo escupo silencio.