Urdió muchos planes; todos le parecieron buenos, pero
ninguno lo suficiente devastador: el más modesto afectaba a
muchísimos individuos pero aquel y hombre buscaba uno que castigase a
toda la ciudad, sin que se escapara nadie.
Por fin tuvo una idea afortunada, y su cerebro se
iluminó con una alegría perversa. Inmediatamente comenzó a
maquinar un plan, diciéndose: ..Esto es lo que debo hacer: corromper a la
ciudad».
A los seis meses fue a Hadleyburg y llegó en un
carricoche a la casa del viejo cajero del banco, alrededor de las diez de la
noche. Sacó del carricoche un talego, se lo echó al hombro y,
después de haber atravesado tambaleándose el patio de la casita,
llamó ala puerta. Una voz de mujer le dijo que entrara y el forastero
entró y dejó su talego detrás de la estufa del
salón, diciendo con cortesía a la anciana señora que
leía El Heraldo del misionero ala luz de la lámpara:
-Le ruego que no se levante, señora. No la molestare.
Eso es... Ahora el talego está bien guardado. Difícilmente se
sospecharía que está aquí. -¿Puedo ver a su marido
un momento?
-No, el cajero se ha ido a Brixton y posiblemente no
regresará hasta mañana..