-Pues le diré a usted. Desde hace muchos años conozco a estos indios como a mí mismo, y vivo entre ellos como si fuese uno de ellos. Me vine aquí muy muchacho, desde en tiempo de Maximiliano. Ya era cura y sigo siendo cura, y moriré cura.
-¿Y ... ?
-No se meta en eso.
-Tiene usted razón, Padre; pero sí me permitirá que me interese en su extraña vida. ¿Cómo usted ha podido ser durante tantos años sacerdote, militar, hombre que tiene una leyenda, metido por tanto tiempo entre los indios, y por último aparecer en la Revolución con Madero? ¿No se había dicho que Porfirio le había ganado a usted?
El viejo Reguera soltó una gran carcajada.
-Mientras Porfirio tuvo a Dios, todo anduvo muy bien; y eso por doña Carmen...
-¿Cómo, padre?
-Pues así... Lo que hay es que los otros dioses...
-¿Cuáles, Padre?
-Los de la tierra...
-¿Pero usted cree en ellos?
-Calla, muchacho, y tómate otro comiteco.
-Invitemos -le dije- a míster Perhaps, que se ha ido ya muy delantero.
-¡Eh, Perhaps! ¡Perhaps!
No nos contestó el yanqui.
-Espere -le dije-, Padre Reguera; voy a ver si lo alcanzo.
-No vaya -me contestó mirando al fondo de la selva-. Tome su comiteco.
El alcohol azteca había puesto en mi sangre una actividad singular. A poco andar en silencio, me dijo el Padre:
-Si Madero no se hubiera dejado engañar...
-¿De los políticos?
-No, hijo; de los diablos...
-¿Cómo es eso?
-Usted sabe.
-Lo del espiritismo...
-Nada de eso. Lo que hay es que él logró ponerse en comunicación con los dioses viejos...
-¡Pero, padre ... !
-Sí, muchacho, sí, y te lo digo porque, aunque yo diga misa, eso no me quita lo aprendido por todas esas regiones en tantos años... Y te advierto una cosa: con la cruz hemos hecho aquí muy poco, y por dentro y por fuera el alma y las formas de los primitivos ídolos nos vencen.. . Aquí no hubo suficientes cadenas cristianas para esclavizar a las divinidades de antes; y cada vez que han podido, y ahora sobre todo, esos diablos se muestran.
Mi mula dio un salto atrás, toda agitada y temblorosa, quise hacerla pasar y fue imposible.
-Quieto, quieto -me dijo Reguera.
Sacó su largo cuchillo y cortó de un árbol un varejón, y luego con él dio unos cuantos golpes en el suelo.
-No se asuste -me dijo-; es una cascabel.
Y vi entonces una gran víbora que quedaba muerta a lo largo del camino. Y cuando seguimos el viaje, oí una sorda risita del cura...
-No hemos vuelto a ver al yanqui -le dije.
-No se preocupe; ya le encontraremos alguna vez.
Seguimos adelante. Hubo que pasar a través de una gran arboleda tras la cual oíase el ruido del agua en una quebrada. A poco: «¡Alto!»
-¿Otra vez? -le dije a Reguera.
-Sí -me contestó-. Estamos en el sitio más delicado que ocupan las fuerzas revolucionarias. ¡Paciencia!
Un oficial con varios soldados se adelantaron. Reguera les habló y oí contestar al oficial:
-Imposible pasar más adelante. Habrá que quedar ahí hasta el amanecer.
Escogimos para reposar un escampado bajo un gran ahuehuete.