Frou-Frou muere como un ave herida; tiene gemidos de tórtola moribunda. Pero en sus labios adviértese aquella sonrisa que, en sus años juveniles, alumbraba su rostro como un alba.
Muere de muerte, con la pálida faz apacible y serena. Imaginaos una flor viva que se consume en el tallo, y pliega la marchita corola para siempre.
¡Ah, dulce Frou-Frou! El público te ama, y eres a sus ojos como un pájaro, como una mariposa, como un alma...
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Sarah Bernhardt, en su precioso papel, apagó por completo a todos los otros actores la noche del miércoles.
No es posible hablar del desempeño de ellos recordando a Frou-Frou, cuando va por la escena a modo de un hada pasajera que nos deja el recuerdo de sus encantos y el perfume misterioso de su ropaje que al rozarse emerge el conocido frou-frou...
Lo que es admirable en Sarah es que en tres veces que ha muerto en el Teatro Santiago, ha sido harto distinta su agonía. Sarah sabe morir de mil maneras, y, el tesoro de recursos artísticos que esa mujer guarda para impresionar al público, es inagotable.
¡Sarah es única!