Entonces -cuando Salomón va a reposar en el último sueño y mientras duermen, en un salón de cristal, fatigados grupos de satanes-, una tarde quédase desconcertado: surge ante su vista, como una estatua de hierro, una figura extraordinaria, genio o príncipe de la sombra. ¿Qué genio, qué príncipe tenebroso para él desconocido? La fuerza de su anillo ante la aparición, quedaba inútil.
Pregunta:
-¿Tu nombre?
-Salomón.
Mayor sorpresa del Sabio. Fíjase luego en la rara belleza de su rostro, de un talante, de una mirada iguales a los suyos. Diríase su propia persona labrada con un inaudito azabache.
-Sí -dijo el maravilloso Salomón negro-. Soy igual, sólo que soy todo lo opuesto a ti. Eres el dueño del anverso del disco de la tierra; pero yo poseo el reverso.
Tú amas la verdad; yo reino en la mentira, única que existe. Eres hermoso como el día, y bello como la noche.
Mi sombra es blanca. Tú comprendes el sentido de las cosas por el lado iluminado por el sol; yo por lo oculto. Tú lees en la luna visible, yo en la escondida. Tus djinns son monstruosos; los míos resplandecen entre los prototipos de la belleza. Tú tienes en tu anillo cuatro piedras que te han dado los ángeles; los demonios colocaron en el mío una gota de agua, una gota de sangre, una gota de vino y una gota de leche. Tú crees haber comprendido el idioma de los animales; yo sé que solamente has comprendido los sonidos, no lo arcano del idioma.