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Esperaba a Itaspes en el muelle un amigo, el caballero que debía hospedarle, en su señorial mansión de Valldemosa. Así que tras el abrazo de bienvenida ambos subieron al automóvil que debía conducirlos al castillo. Era el castellano de gentiles maneras y de humor excelente, ágil y fuerte aunque algo enjuto de cuerpo, de conversación culta como correspondía al letrado que era amigo de referir anécdotas, recuerdos y sucedidos, aficionado a las artes y a las letras y gustador de las obras musicales de su amigo, con quien se había relacionado algunos años antes en la misma isla. Por el camino recordaban sus pasadas excursiones con otros compañeros de intelecto y jovial espíritu, como Jaime de Flor, catalán famoso por sus pinturas y sus escritos, una especie de bohemio millonario que había realizado su vida a su capricho y se había defendido con la alegría de los amargores y durezas del bregar cotidiano; como Ángel Armas, exaltado, vibrante, alocado de belleza, nutrido de diversas filosofías, imbuido de radicalismos y anarquismos que terminaban en una grande e innata dulzura; como el poeta grave y noble, Pedro Alibar, nutrido de simientes clásicas y que iba al alma de su pueblo y de su raza sin dejar de formular la melodía de su lírica ánima individual.

Benjamín iba contento en la mañana acariciante de octubre. El sol que apareció primero nublado, abría los velos de nubes y ofrecía la bondad de su luz tibia. Volaba el auto por la carretera, entre los huertos bien cultivados y los olivares, y luego las aglomeraciones de rocas ciclópeas coronadas de verdura. De cuando en cuando había que amenguar la rapidez de la máquina, a causa de un burrito, una mula albardada, o un carro con pesada carga, un caminante que venía de los campos.

Se atravesó el dantesco trecho de los olivos centenarios, milenarios, que perpetúan, como en eternidad, sus como petrificados gestos y ademanes de metamorfosis; se dejó a un lado la colosal mole que tiene un nombre y una leyenda moriscos; se vieron por fin las vastas colinas cultivadas, a graderías, como en anfiteatro, las hondonadas y valles con sus casitas, sus sembrados, sus viñas, sus higueras, sus cactus africanos, las raquetas espinosas adornadas con los pompones encarnados de los higos chumbos. Se divisaron las casas del pueblo, se pasaron tapiales y callejuelas donde jugaban niños risueños y sucios; se detuvo por fin el vehículo frente al vetusto y tradicional edificio, cuya ancha puerta, bajo sus dos cuadradas torres, y coronada por un escudo en que se ve esculpida la imagen de San Bruno, estaba adornada de palmas. Desde fuera y por todos los escalones había regadas ramas de mirto. Estaba la mansión con alegría. Se saludaba, con la generosa y cordial hospitalidad de antaño al artista amigo que llegaba. María, la castellana, la señora de la morada, estaba sonriente, entre sus niños, semejantes a blancos y sonrosados principitos de Vandyck. Pronto Benjamín Itaspes estuvo en posesión del apartamento que debía habitar por una temporada. Se le dejó solo. Se sentó a descansar y a reflexionar.

Era la primera vez que necesitaba verdaderamente de un largo reposo, de un dilatado contacto con la naturaleza, de un alejamiento de la ciudad abrumadora, de la tarea precisa, casi mecánica, que le agriaba el entendimiento, del fingido hogar que le habían traído las consecuencias de una vida «manquée», del padecimiento moral incesante que agravaba el inveterado recurso de los excitantes, de los alcoholes de pérfida ayuda. Se encontraba a los cuarenta y tantos años fatigado, desorientado, poseído de las incurables melancolías que desde su infancia le hicieron meditabundo y silencioso, escasamente comunicativo, lleno de una fatal timidez, en una necesidad continua de afectos, de ternura, invariable solitario, eterno huérfano, Gaspar Hauser, sin alientos, sin más consuelo que el arte amado y por sí mismo doloroso, y el humo dorado de la gloria en que Dios le había envuelto para calma de su incurable desolación.

Su salud física, hasta entonces robusta, empezaba a decaer. Ni en su infancia, ni en su juventud había hecho ejercicios musculares. Su aspecto era de un hombre fornido y bien plantado, pero su debilidad era extrema. No había frecuentado gimnasios, ni hecho servicio militar, ni se había dedicado a deportes. Y sobre esto, desde su adolescencia, pasada en climas ardorosos y gastadores, había sido el enemigo de su cuerpo a causa de su ansia de goces, de su imaginación exaltada, de su sensualidad que complicó después con lecturas e iniciaciones, su innato deseo de gozar del instante, con todo y su educación religiosa. Un temperamento erótico atizado por la más exuberante de las imaginaciones, y su sensibilidad mórbida de artista, su pasión musical, que le exacerbaba y le poseía como un divino demonio interior. En sus angustias, a veces inmotivadas, se acogía a un vago misticismo, no menos enfermizo que sus exaltaciones artísticas. Su gran amor a la vida estaba en contraposición con un inmenso pavor de la muerte. Era esta para él como una fobia, como una idea fija. Cuando ese clavo de hielo metido en el cerebro le hacía pensar en lo inevitable del fin, si estaba en soledad, sentía que se le erizaba el pelo como a Job al roce de lo nocturno invisible.

Tantos años errantes, con la incertidumbre del porvenir, después de haber padecido los entreveros de una existencia de novela; en una labor continua, con alternativas de comodidad y de pobreza; con instintos y predisposiciones de archiduque y necesitado casi siempre, sin poder satisfacer sino por cortos periodos de tiempo sus necesidades de bienestar y aun de lujo, amigo de bien parecer, de bien comer, de bien beber y de bien gozar como era; cansado de una ya copiosa labor cuyo producto se había evaporado día por día; asqueado de la avaricia y mala fe de los empresarios, de los «patrones», de los explotadores de su talento, dolorido de las falsas amistades, de las adulaciones interesadas, de la ignorancia agresiva, de la rivalidad inferior y traicionera; desencantado de la gloria misma, y de la infamia disfrazada y adornada y halagadora de los grandes centros, se veía en vísperas de entrar en la vejez, temeroso de un derrumbamiento fisiológico, medio neurasténico, medio artrítico, medio gastrítico, con miedos y temores inexplicables, indiferente a la fama, amante del dinero por lo que da de independencia, deseoso de descanso y de aislamiento y, sin embargo, con una tensión hacia la vida y el placer -¡al olvido de la muerte!- como durante toda su vida. Curioso Benjamín Itaspes...

(La Nación, 4 de diciembre de 1913, p. 9.)

 
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