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Aprender a vivir

Sentada frente al televisor, con una taza de café en la mano y la mirada perdida en el infinito repaso el transcurrir de mi vida y llego a la conclusión de que nos lleva años aprender a vivir y cuando ya lo hemos hecho, o creemos que lo sabemos todo, llegó la hora de partir.

Nadie nos enseña a vivir, sólo nos formamos a través de nuestros errores y aciertos. Tomamos retazos de la existencia de quienes admiramos, de consejos vanos y de aquellos dados con la honradez y humildad de un corazón generoso. Todo sirve, pero sólo depende de nosotros cómo lo apliquemos y hacerlo en el momento justo.

¿Si pudiéramos desandar caminos cuántas cosas no hubiéramos hecho? No es tan fácil adquirir experiencia, sólo se hace paso a paso, día a día, aceptando errores y aprendiendo de ellos, todos hasta los más duros momentos nos dejan algo positivo.

De nada sirve nuestro tiempo. El tiempo es efímero y cada día es una vida, por ello sólo hay que ocuparse de cada uno de ellos como si fuera el primero y el último, aprender a disfrutar de las pequeñas cosas que la naturaleza nos regala: el canto de un pájaro, el verde del césped, los colores de las flores... el cielo con sus nubes que dibujan figuras infinitas y... la familia que es el regalo más importante que Dios nos dio sin olvidar a los amigos que el destino nos proporcionó.

¿Que cosa más importante que todo ello existe? ¿El dinero..? Es efímero, sólo nos ayuda a que no falte comida, salud y educación para nuestros hijos y para nosotros, lo demás... tiene el valor que cada uno le dé, va de la mano de las prioridades personales que nos hemos impuesto.

La vida no siempre da satisfacciones, a veces son más los dolores que las alegrías, pero acaso ¿no es válido trasponer piedras para disfrutar momentos?

Crecer, crecer ya es difícil y cuando debemos hacerlo de a dos se complica aún más. Cada cual tiene sus tiempos y espacios y amoldarlos al otro es complejo.

Tomo un sorbo del café ya frío y analizo el momento de mi vida en que me encuentro, es un cruce de caminos. Debo elegir si seguir el camino arrastrándome en la sombra o respirar profundo y reclamar mis derechos. Ello significa plantar los frenos, dejar en claro que no soy la misma, he crecido y ese crecimiento hizo que cambiara, que modificara mi espíritu, mi concepto de vida, mi razonar, mi visión del mundo.

Si, debo decirlo, porque no quiero partir sin haber dejado mi pequeño legado, debo hacer las últimas cosas en función de lo que yo pienso, mal o bien pero que sean mis decisiones, mis objetivos, mi lucha.

Miro el televisor con asco, sólo muestran violencia, decadencia, desorden y omnipotencia. Es que la pobreza, el abandono, y la falta de honestidad sólo sirven para producir más y más programas que analizan estos temas desde la intelectualidad o la vulgaridad midiendo puntos para ganar más dinero pero excluyendo soluciones. No es el mundo que quiero vivir: quiero justicia, equidad, solidaridad, no más niños en la calle, no más hambre, no más arbitrariedad en el reparto de los derechos.

Sí. Alguna vez viví en un mundo donde la gente trabajaba y estaba orgullosa de ello: no importaba si era zapatero o industrial, lavandera o maestra, cosechero o agricultor, albañil o político, lo hacían con su mejor predisposición porque en ello iba su honorabilidad. Y la palabra... ¡Ah, la palabra..! Era un documento suficiente que marcaba el deseo de cumplir con el compromiso contraído. ¿Que pasó con ese mundo? ¿Qué pasó con la gente? O mejor dicho, ¿qué pasó con la educación? Miro la taza de café con el estómago revuelto.

No. No me iré de este mundo sin ver qué se puede cambiar.

 
 
 
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