-Creo que no nos darán la orden de partir todavía. La gente se desespera de deseos de pelear. Tenemos algunos enfermos. Por fin, ¿cuándo veríamos llenarse de gloria nuestra pobre y santa bandera? A propósito, ¿ha visto usted al abanderado? Se desvive por socorrer a los enfermos. Él no come; lleva lo suyo a los otros. He hablado con él. Es un hombre milagroso y extraño. Parece bravo y nobilísimo de corazón. Me ha hablado de sueños irrealizables. Cree que dentro de poco estaremos en Washington y que se izará nuestra bandera en el Capitolio, como lo dijo el obispo en su brindis. Le han apenado las últimas desgracias; pero confía en algo desconocido que nos ha de amparar; confía en Santiago; en la nobleza de nuestra raza, en la justicia de nuestra causa. ¿Sabe usted? Los otros le hacen burlas; se ríen de él. Dicen que debajo del uniforme usa una coraza vieja. Él no les hace caso. Conversando conmigo, suspiraba profundamente, miraba el cielo y el mar. Es un buen hombre en el fondo; paisano mío, manchego. Cree en Dios y es religioso. También algo poeta. Dicen que por la noche rima redondillas, se las recita solo, en voz baja. Tiene a su bandera un culto casi supersticioso. Se asegura que pasa las noches en vela; por lo menos, nadie le ha visto dormir. ¿Me confesará usted que el abanderado es un hombre original?
-Señor capellán, le dije, he observado ciertamente algo muy original en ese sujeto, que creo por otra parte, haber visto no sé dónde. ¿Cómo se llama?:
-No lo sé, contestóme el sacerdote. No se me ha ocurrido ver su nombre en el registro, pero en su mochila hay marcadas dos letras: «D. Q».
A un paso del punto en donde acampábamos había un abismo. Más allá de la boca rocallosa, sólo se veía sombra. Una piedra arrojada rebotaba, y no se sentía caer.
Era un bello día. El sol caldeaba tropicalmente la atmósfera. Habíamos recibido orden de alistamos para marchar, y probablemente ese mismo día tendríamos el primer encuentro con las tropas yanquis. En todos los rostros, dorados por el fuego furioso de aquel cielo candente, brillaba el deseo de la sangre y de la victoria. Todo estaba listo para la partida, el clarín había trazado en el aire su signo de oro. Íbamos a caminar, cuando, un oficial a todo galope, apareció por un recodo. Llamó a nuestro jefe, y habló con él misteriosamente.