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Sus garabatos seguramente habían sido interesantes, pues a los pocos días recibió la contestación, y se fue por el tren al pueblo, de donde trajo todo un cargamento de baldes, de tarros y de embudos especiales para leche, y un rollo entero de cabo de manila.

Tuvo, por supuesto, que comprar casi todo fiado, pues importaba más de sesenta pesos, ¡un capital! Y desde el día siguiente se empezó a trabajar fuerte y parejo en la casa de don Modesto. Se alargó con algunos postes el palenque de las lecheras; se aprontaron trompetas para los terneros, y maneas para las vacas, y sogas para amansarlas.

Cada vaca que paría, de las cien más o menos de que se componía el rodeíto, era traída al palenque, manoseada, atada; el ternero aprendía a conocer al hombre y la vaca a dejárselo ordeñar.

Había ocupación desde la mañana hasta la noche, para Modesto, su mujer y sus hijos, y no había pasado un mes cuando tuvieron que conchabar a un peón. Cada día la leche era llevada a la estación en grandes tarros relucientes, acomodados con cuidado en un carguero, primero, y bien pronto en dos, hasta que ya tuvo don Modesto que comparar un carrito que apenas pudo dar abasto, poco tiempo después.

El estanciero de las doce mil vacas, seguía mandando cada día por un litro o dos de leche, y gracias a ese oportuno auxilio, se compuso la criatura enferma y pudo toda la familia variar un poco la manutención a pura carne que le propinaba su mayordomo.

Y cuando estuvo para volver a la ciudad, mandó a don Modesto, en pago de su atención, un buen torito de su plantel -los mil pesos de la esperanza,- para que se mestizasen un poco sus lecheras.

Pero, más que el toro, agradecía don Modesto la idea que, sin pensarlo, le había sugerido el estanciero de las doce mil vacas, al pedirle un vaso de leche.

Seguía el amansando vacas paridas y alargando el palenque de las lecheras. Los tarros iban a la estación en carros grandes ahora, y volvían vacíos a llenarse otra vez; don Modesto ya no ordeñaba él mismo ni tampoco la señora; demasiado tenían ambos que hacer para atender y vigilar a su personal ya numeroso.

El rodeíto se había duplicado; don Modesto compraba vacas y más vacas, y establecía otros tambos. Todos los que llegaban a su casa en busca de trabajo quedaban conchabados, para todos había ocupación, y ocupación bien pagada, pues su manantial de leche era manantial de plata.

Pronto fue pequeño el campito que arrendaba, y como tenía dinero en el Banco y crédito también en todas partes, compró una legua cerca de allí, parte al contado y parte a plazos, y a ella mudó la hacienda, los tambos y todo.

En campo propio, puede uno hacer mejoras que no haría en un campo arrendado, y empezó a sembrar alfalfa. Si con el pasto del campo había podido sacar de sus vacas criollas tres o cuatro litros de leche, con alfalfa pudo bien pronto sacar diez de cada una de sus vacas ya mestizas.

A todas horas del día, la casa era una romería: peones, tamberos, corredores y reseros, que venían a ofrecer sus artículos especiales o a comprar frutos o animales gordos, entraban y salían sin cesar. Seguía manando la leche y manando el dinero, y don Modesto seguía comprando, sembrando y poblando.

Fue adueñándose poco a poco, con la leche de sus vacas, de las veinte leguas de su vecino y de las doce mil vacas sin leche. Y un día que don Cirilo -establecido ya con lo que le había tocado de la repartición con su patrón, en un pequeño campo vecino, de su propiedad, en el cual dejaba correr la vida como siempre lo había hecho,- estaba de visita en el palacete de don Modesto, y se extasiaba sobre la fortuna, enorme, y siempre creciente del ingenioso cordobés, desde aquel famoso litro de leche, don Modesto, modestamente, le contestó: «¡Parece cuento de hadas!»

 
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de Godofredo Daireaux

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