Había una vez un estanciero muy rico. En 1877, cuando la conquista de la Pampa sobre los indios, había comprado al gobierno nacional veinte leguas de campo, o sean cincuenta mil hectáreas, por la ínfima cantidad de ocho mil patacones.
Durante varios arios las dejó abandonadas, olvidadas, sin pensar siquiera en ir a ver si servían o no; no había vías de comunicación; muchos decían que eran puros arenales, casi sin agua y de puro pasto puna, y le parecía que, tras de haber tirado en ellas la plata, no valía la pena de molestarse para ir a comprobar la efectividad del clavo.
Asimismo, consintió en mandar allá con mil vacas a interés a un muchacho, Cirilo, a quien quería ayudar, y que le aseguraba, tener sobre, aquellos campos, y de fuente segura, datos mucho más halagüeños. Mil vacas, en aquel tiempo, no vallan mucha plata; además, el estanciero tenía tantas en sus campos de adentro, que ya no sabía dónde ponerlas, y venderlas hacía poca cuenta. Se fue, pues, el joven, arreando su tropa con unos cuantos peones; se instaló en el campo, aquerenció su hacienda, a fuerza de ronda, en un retazo de cañada muy pastoso y cerca de una gran laguna de agua dulce; cayó una especie de cueva para vivir, y sin mayor empeño, dejó correr la vida.
En campo tan extenso, sin vecinos que molestaran, prosperaron las vacas y se multiplicaron a las mil maravillas. Muy raras veces hubo, y eso sólo en inviernos muy fuertes, que cuerear algunos animales viejos, pero sin sufrir jamás verdaderas epidemias. Cada año se herraban terneros, tan numerosos que parecían haber nacido de las pajas, y don Cirilo, ya todo un mayordomo de estancia, formaba tropa de novillos para hacer pesos y comprar más vacas con una, parte del producto.
Y así pasaron unos veinte años, sin mayor cansancio para Cirilo que el de la hierra y del aparte anual o semestral de novillos, y para el amo el de recibir sus pesos y de gastarlos. Pero ya cruzaba por el campo el ferrocarril, y el estanciero resolvió ir a pasar una temporada con toda, su familia en ese dominio ignoto todavía de él y de los suyos.
Durante el viaje, pudo ver que había cundido por aquellas regiones el progreso en todas sus formas, y se regocijó calculando el enorme valor que el esfuerzo de los conquistadores del desierto, armados unos y pacíficos los otros, había dado a su propiedad, sin que hubiera tenido él que arriesgar más que una pequeñísima parte, y una sola vez, de su renta anual.
Y como era hombre devoto, agradeció a la Providencia, por haber recompensado tan generosamente su acierto en colocar así ese dinerito.
Mas, cuando don Cirilo acabó de contar las vacas que pacían en su campo y que resultaron doce mil, ya no le pareció bastante la sola intervención de la Providencia por haberle propinado sin trabajo semejante fortunón, y exclamó: «¡Parece cuento de hadas!»
Al volver del rodeo, encontró a la familia toda alborotada; se había enfermado el más pequeño de sus hijos, criatura de un año, y antes que hubiera llegado al palenque, le gritaba la madre, apurada:
-«Necesito absolutamente un vaso de leche para este chico.»
El estanciero se dio vuelta hacia, Cirilo, y le preguntó:
-«¿Hay leche en la estancia?
-»No, patrón -contestó el mayordomo.
-»¿No hay alguna lechera parida?
-»No hay lecheras, patrón.»
A un estanciero curtido como él no le podía causar mayor sorpresa la contestación del mayordomo, y sólo le preguntó si sería posible conseguir en alguna parte un vaso de leche.
Aunque la vecindad más cercana de una estancia de veinte leguas cuadradas pueda quedar algo distante, Cirilo se acordó de que a tres leguas de allí vivía en el límite del campo un puestero, un gaucho pobre, cordobés, hombre curioso y prolijo, poseedor de algunas vacas, quizá menos de cien, pero de las cuales unas cuantas eran lecheras; y como urgía el caso, mudó caballo y se fue disparado para el puesto, llevando una botella de litro, bien lavada, con su correspondiente corcho. El corcho tenía un olorcillo a biter, pero poco.
El cordobés estaba ordeñando: tenía dos vacas mansitas, atadas en un palenque; su mujer ordeñaba con él, y los muchachos manejaban los terneros, quitándoles o volviéndoles a poner las trompetas, atándolos o soltándolos, lavando los tarros, llevando a las casas la leche, en fin, ayudando a sus padres, como hombrecitos trabajadores que eran. Y todo esto sin un grito, con buenos modos, hasta con suavidad, como si los mismos animales hubiesen sido gente.
-«Buenos días, don Modesto -saludó Cirilo.-
»¿Me podría vender un poco de leche para una criatura, enferma?
-»¿Cómo no, don Cirilo? Bájese no más. Llega usted a buen tiempo. Alcánceme su botella.»
Y don Modesto, después de desagotarla bien y de fruncir un poco las cejas al olor del corcho, llenó la botella, no sin dificultad, por falta de un embudo, con espumosa leche que acababa de sacar y con apoyo cremoso.
-» Y quién está enfermo en su casa, don Cirilo? »Seré curioso. ¿De dónde le han salido a usted criaturas?
-»Es un hijito de mi patrón, que ha venido a ver su campo y su hacienda.
-»¡Su patrón! ¡a los años! Me alegro. Cuénteme.
-»No puedo, don Modesto; pues está la patrona muy inquieta, esperándome con la leche. ¿Cuánto le debo, don Modesto?
-»¿Qué me va a deber, don Cirilo? ¡Si esto no vale nada! Y dígale a su patrón que mande buscar no más toda la leche que quiera, y que dispense si no es más rica, pues mis vaquitas son muy criollas.»
Mientras se alejaba, ligero el mayordomo, don Modesto seguía ordeñando y cavilando.
-»Mire qué lindo -pensaba,- si se pudiera vender la leche de las vacas; se podrían ordeñar diez, veinte, cincuenta. ¡Qué fortuna sería! Ahí tiene un estanciero que posee miles de vacas y tiene que pedir prestado un vaso de leche a un pobre como yo, para salvar la vida de un hijo. ¿Cuánto le debo? -me preguntó Cirilo- ¿Cuánto? Pues nada... o mil pesos. Y a mí me gustan más la esperanza de los mil pesos que los veinte centavos que le hubiera podido pedir. A un rico no se le cobran veinte centavos por haberle salvado la vida...
Veinte centavos un litro de leche, parece poca cosa; pero, aunque no fueran más que cinco, multiplicados por muchos litros y por treinta días al mes, vendría a ser mucha plata al fin del año.»
Y seguía ordeñando don Modesto y cavilando. Y tanto caviló que, al día siguiente, se fue a la estación más cercana, y consultó la tarifa de los fletes, conversó con varias personas, apuntó direcciones y se volvió a su casa más pensativo que nunca. Allí tomó la única pluma que tenía, la mojó toda enmohecida en el barrito que todavía quedaba en el tintero y con mano poco diestra trazó en el papel garabatos que por el correo mandó a un tambero conocido suyo de los alrededores de la capital.