La violencia ha sido siempre el lote de la derecha, sobre todo 
del fascismo. La izquierda clásica sólo la admitía como la consecuencia 
inevitable de la extrema opresión, mientras que la mala izquierda la empleaba 
como táctica para provocar artificialmente una situación revolucionaria que no 
estaba inscripta en la realidad. De esa manera, la violencia llamada 
revolucionaria se degradaba en mero terrorismo cuyas consecuencias solían ser 
muy distintas a las buscadas. La izquierda clásica no desdeñó la transigencia, 
el acuerdo, la lucha política no violenta, que la mala izquierda despreciaba 
como claudicante.
El internacionalismo constituyó un rasgo esencial de la 
izquierda clásica, el nacionalismo lo fue de la mala izquierda. Marx y Engels 
repudiaron todo movimiento de liberación nacional cuando estaba encabezado por 
fuerzas reaccionarias, tal su posición ante el movimiento de los checos, de los 
eslavos del sur, de los croatas y aun en la guerra de la nobleza y el clero 
español contra la dominación napoleónica. Marx llegó a cuestionar a Simón 
Bolívar por tratar de imponer una dictadura bonapartista apoyado en los 
terratenientes y el clero. Igual criterio adoptó Rosa Luxemburgo al negarse a 
defender la independencia de Polonia, para no favorecer el nacionalismo 
reaccionario polaco.
La contraposición característica de la izquierda clásica entre 
progreso y reacción, entre sociedad avanzada y sociedad atrasada, se transformó, 
en la mala izquierda, en la antítesis entre países dominantes y países 
dominados, prefiriéndose el régimen más oscurantista de éstos a la democracia de 
aquéllos; el nacionalismo se disfrazaba de antiimperialismo. La lucha de clases 
fue transformada, a la manera fascista, en lucha de naciones pobres contra 
naciones ricas. Por consiguiente se abandonó también la prédica por la 
desmilitarización; la estrategia antiimperialista llevaba, por el contrario, a 
apoyar a ciertas dictaduras militares de América Latina, África y Asia por el 
solo hecho de contraponerse a los intereses de los países centrales, y aun llegó 
a apoyar las aventuras bélicas más absurdas como la del general Galtieri o la de 
Hussein. Por otra parte, los guerrilleros mostraron los rasgos más siniestros 
del autoritarismo militarista, y algunos de los regímenes denominados 
socialistas fueron verdaderas sociedades espartanas donde, como en los 
fascismos, la población estaba militarizada desde la infancia.