Puesto que las ideas de Hegel y de Marx, para bien o para mal,
provocaron importantes acontecimientos históricos, y puesto que detrás de estas
acciones, deformadas o no, estaban las ideas de estos pensadores, en la segunda
parte del libro confrontaré aquellas teorías con su realización histórica.
Trataré de mostrar que los regímenes totalitarios no tuvieron
nada de socialistas, que sólo fueron formas extremas del capitalismo de Estado,
sistemas políticos totalitarios -con rasgos muy parecidos al fascismo-, y que,
por lo tanto, con su autodestrucción no es el socialismo el que ha muerto, y que
es posible seguir hablando de izquierda, a pesar del Archipiélago Gulag. Más
aún, el desenmascaramiento de esa gran mentira universal permite el rescate de
los valores humanistas de la izquierda clásica, cuyo principal enemigo fue menos
el capitalismo democrático que el totalitarismo estalinista.
El socialismo no ha muerto -aunque ningún partido lo represente
cabalmente hoy-, porque expresa anhelos perennes de justicia y de igualdad,
porque muchos de los problemas que planteara desde sus orígenes aún no han sido
resueltos, y difícilmente lo sean en los límites del capitalismo, y finalmente,
porque un modelo, una teoría hipotética, es útil para que los hombres no se
hundan en el desconcierto, en la trivialidad y en la indiferencia. Aun en sus
formas más nobles, el socialismo ha fracasado, pero el fracaso de una teoría en
la práctica no siempre se convierte -como pretende Leszek Kolakowski- en un
argumento en contra de sus propias premisas. Del mismo modo que una idea falsa
como el nazismo pudo tener un éxito momentáneo, el fracaso del socialismo puede
ser provisorio; se lo puede justificar alegando que las condiciones no estaban
dadas, que faltaba algún elemento. Cuando Leonardo se propuso volar, su proyecto
era una utopía descabellada. A las teorías, como a la policía de Raymond
Chandler, nunca se les debe decir adiós.