Luego de una larga crisis, esta manera de pensar que llamamos
la mala izquierda, comenzó a derrumbarse hacia fines de los años 80. En un
momento en que toda izquierda se ha disuelto en el aire, criticar a la mala
izquierda puede parecer una tarea inoportuna, anacrónica, pero no lo es tanto
pues ésta subsiste, aunque oculta, ya disfrazada con el ropaje de su adversaria,
la izquierda democrática, ya aferrada al último bastión que es Cuba, ese museíto
folklórico de provincia, donde se exhiben los restos arqueológicos de una
civilización desaparecida. Los que hasta ayer no más exaltaban los regímenes
estalinistas no han hecho todavía su autocrítica -salvo raras excepciones-, como
la hicieron en su momento las primeras generaciones de estalinistas
desencantados, la de Boris Souveraine, Arthur Koestler, Ignazio Silone, André
Gide o Jorge Semprún. En tanto no reconozcan que fueron ingenuos engañados o
cínicos engañadores, debe seguir creyéndose que no han cambiado y que sólo
esperan circunstancias más favorables que las actuales para hacer su
retorno.
Las grandes vedettes de la izquierda -artistas, escritores,
profesores, periodistas, científicos- fueron usadas por el sistema estalinista,
pero a la vez se aprovecharon de éste: viajaron por el mundo como huéspedes
oficiales de los Estados burocráticos, protagonizaron los sucesos
internacionales, recibieron honores, gozaron de inmunidades que los preservaron
de la cárcel, y sus exilios fueron dorados. Aunque muchos de ellos no carecían
de talento, supieron aprovecharse del aura de prestigio que estos regímenes
gozaron en su momento para promover sus propias carreras personales.
Constituyeron un ejemplo más de la antigua figura del intelectual al servicio de
la tiranía que ya se dio desde la dupla Séneca-Nerón.