La condena, por el puritanismo de izquierda, del egoísmo y del
hedonismo individualista burgués coincidía con la retórica anticapitalista de la
Iglesia Católica, con la teología de la liberación, con la nostalgia del
cristianismo primitivo, y aun con las encíclicas papales, o las declaraciones
del Papa Juan Pablo II en 1993 sobre las "semillas de verdad" en los
desaparecidos regímenes comunistas.
La izquierda clásica fue racionalista y modernizadora -hay
páginas del Manifiesto Comunista que son la epopeya de la modernidad-, se
veía a sí misma como la continuación y la profundización del Iluminismo o la
encargada de realizar las promesas incumplidas del humanismo burgués; la
Revolución social era la continuación y profundización de la Revolución
francesa. La mala izquierda, en cambio, se inclinó del lado del romanticismo
antihuminista, del redentorismo mesiánico y de su mitología irracionalista y
arcaizante: el predominio de la emoción sobre el intelecto, de la indignación
moral sobre el análisis científico, de la exaltación del heroísmo, de la muerte
en combate, del culto del grande hombre. También compartía con el
neorromanticismo en boga la idealización de los pueblos primitivos, el rechazo
de la sociedad industrial y urbana, los lamentos heideggerianos por la
deshumanización provocada por la ciencia y la técnica.
La creencia en la unidad del género humano y la universalidad
de la historia y la consiguiente idea de desarrollo progresivo, sin el cual la
categoría misma de izquierda pierde sentido, fueron censuradas por la mala
izquierda como "eurocentrismo" y se les opuso la absolutización, típicamente
romántica, de los particularismos antiuniversalistas, del relativismo cultural
que exagera las diferencias, las "identidades" culturales, nacionales, étnicas y
aun raciales disfrazadas de antirracismo. Esto la llevó a la aceptación de
manifestaciones de la ignorancia, el fanatismo, la superstición y el prejuicio
de las comunidades premodernas.