"Vimos a la señorita Hortensia sentada en una silla. Sin duda había llorado, pues tenía los ojos encendidos; movía la cabeza para confirmar las palabras de su padre y se esforzaba por sonreír. Algo confusos, nos dispusimos a bajar, pero el Barón me llamó, ordenándome que le siguiese a su despacho, donde, con tono breve y expresión conmovedora, me dijo: "Homaus, tengo confianza en su fidelidad y en su discreción, y le pido una prueba más de ello. Escúcheme y retenga bien lo que voy a decirle. No voy a Holanda, me es completamente imposible de momento. Dejo mi venganza a la justicia de Dios. Tampoco me quiero quedar aquí, donde he recibido tan sangrienta injuria; mañana parto con mi hija a países lejanos. Ignoro cuándo volveremos. Cuide usted de que todo esté bien ordenado; pero, sobre todo, impida que los criados hablen de este viaje a nadie. Procure usted que ninguno de nuestros conocidos trate de reunírsenos, y conteste a los que le pregunten que hemos marchado a Suiza, a Italia, pero que no sabe usted con certeza el punto de nuestra residencia ni tiene noticias acerca de nosotros. Le diré, sin embargo, Homaus, porque es usted un servidor fiel, amigo de la casa, que viviremos en las cercanías de Weslar, donde, como usted no ignora, tengo una hacienda y un pabellón de caza en el territorio de Draunfels. No me escriba usted jamás y extreme la discreción, pues, con todo el mundo, e impida, en cuanto de usted dependa, que se hable de nosotros. ¿Me ha comprendido? ¿Puedo fiarme de usted?."
"Le prometí, naturalmente, hacer todo lo que mi amo me pedía, y al día siguiente se marchó con su hija. Cuando vi que se alejaban, sin saber si los volvería a ver más, rompí a llorar... pero ¡ay! ¡ya se habían marchado! "
Al recordar esto, los ojos del viejo intendente se inundaron de lágrimas.
-¿Desde entonces no los ha vuelto usted a ver? -Preguntó el Conde con voz alterada por la emoción.
-¿A la señorita? No he tenido esa dicha pero poco tiempo después el barón de Berkhout volvió dos veces a Bruselas. La primera me dio un poder notarial para vender lo más pronto posible, y a cualquier precio, todos sus bienes, hasta el mobiliario de la casa de sus padres. Esto era en plena Revolución y la propiedad había bajado mucho. Era muy difícil encontrar inmediatamente comprador, a menos de sufrir pérdidas enormes. Mis amos perdieron el cincuenta por ciento. La segunda vez, el Barón vino a recoger los fondos públicos de todas clases, que por orden suya, había yo comprado en la Bolsa. Despidió a los criados, pagándoles el sueldo de dos años, y a mí me dio generosamente una suma suficiente para pasar el resto de mi vida al abrigo de toda necesidad. Desde entonces no he vuelto a tener de él ninguna noticia. Tres años después hice un viaje a Draunfels. El pabellón de caza y la hacienda habían sido vendidos también, y me dijeron que su último propietario y su hija se habían marchado a Palestina... Esto es todo lo que sé, señor Hammes. ¡Ay, por qué no pudo usted prever las consecuencias que traería la ruptura de su casamiento!
-En efecto, yo puedo ser culpable -dijo el Conde suspirando, -¿pero no puede usted decirme algo que me ponga sobre la pista? ¡Esto es desesperante! ¿Cree usted, que realmente estén arruinados?
-Señor, es una idea que me atormenta hace varios años. Una fortuna, por muy grande que sea, estando toda en papel es poco segura. Vea usted lo que sucedió durante la revolución que estalló en Francia el año pasado. Todos los fondos sufrieron una baja enorme. Eso solo basta para arruinar por completo a quienes disfrutaban de cierta holgada posición.
-¡Cielos! ¡la buena Hortensia vive en la estrechez y acaso en la miseria por mi culpa! La suerte no me favorece, pero lucharé hasta el fin. Lo sabré, sí, sabré dónde está. Mañana salgo para Werlar y Draunfels, quiero descubrir sus huellas y seguirlos, aunque hayan recorrido el mundo entero... Entretanto, mi buen amigo Homaus, permítame que le estreche la mano. Le agradezco sus buenos deseos y ruegue usted a Dios que guíe mis pasos. Si en algo, una ayuda pecuniaria, por ejemplo, puede contribuir a la felicidad de usted, no tiene más que decir una palabra...
-No, señor, se lo agradezco de todo corazón -contestó el anciano, haciendo un ademán para recomendar silencio al Conde. -Pero se me ocurre una idea... Una sola persona en Bruselas pudiera quizá darle a usted algún informe, aunque lo dudo.
-¿Hay una persona que podría darme algún dato sobre la residencia de Hortensia? -exclamó con alegría el Conde. -Hable usted, se lo ruego.
-Sólo podría indicarle su residencia anterior. Es el notario Hortels, que vive en Bruselas, en la calle Nueva. El fue quien hizo la escritura de venta de los bienes de mi amo. He aquí en qué está fundada mi suposición: unos quince días después de la marcha de mis amos, el notario de quien le hablo hizo un viaje de negocios a Viena. A su regreso mandó vender en la Bolsa gran cantidad de fondos públicos, entre los cuales me pareció reconocer los que yo le había entregado al Barón, pero, como es natural, no puedo asegurarlo. Pocos días después el notario vino a visitarme y se informó disimulada y misteriosamente de mi situación y de la de algunos antiguos servidores del barón de Berkhout. Supuse que había visto a mi amo en Viena y le interrogué; pero me lo negó rotundamente y entonces comenzaron mis dudas. Tal vez sea más comunicativo con usted, señor Conde, cuando conozca sus generosas intenciones.
Hammes estrechó ambas manos al anciano y le dijo:
-¡Ah! ¡Cuánto se lo agradezco! Corro a Bruselas, y Dios quiera que mi gestión tenga éxito. En ese caso, nos volveremos a ver, señor Homaus.
Y salió del aposento apresuradamente.