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El anciano se encogió de hombros sin contestar una palabra.

-Usted debe saberlo, sea caritativo, dígamelo.

-Lo ignoro. Nadie lo sabe en Bélgica; y, aunque lo supiera, no se lo diría, porque tengo mis razones para creer que, si viven todavía, desean que nadie que los haya conocido en otro tiempo sepa su paradero.

Esta negativa tan categórica afligió vivamente al Conde. Sin embargo, suponiendo que Homaus sabía más de lo que había dicho, esperaba que con un poco de paciencia podría descubrir lo que tanto deseaba.

-Descanse un poco, señor Homaus; se fatiga usted mucho -le dijo.

-¡Fatigarme! -replicó con irónica sonrisa el anciano. -Si estuviera tan fuerte del cuerpo como de cabeza, tendría vida para mucho tiempo. Pero ya se han descompuesto las ruedas del reloj de mi vida. No he padecido enfermedad alguna, señor Conde; pero mi edad está marcada y ya llegó al límite; me voy apagando como lámpara falta de aceite.

-Perdone que le importune; pero comprenderá usted mi interés por Hortensia, la única mujer a quien he amado y la sola que me hubiera hecho feliz, si un fatal concurso de circunstancias imprevistas no nos hubiera condenado a una vida de amarguras y tristes recuerdos.

-Aunque supiera usted dónde se encuentran actualmente, mis amos, ¿qué podría usted hacer por ellos ? -preguntó el viejo Homaus. -¿Qué es lo que usted se propone?

-Va usted a saberlo. Yo no ignoraba que después de mi boda con la condesa de Hascot, los amos de usted vendieron todas sus propiedades de Bélgica y abandonaron el país sin enterar a nadie, excepto a algunas personas de su confianza. Desde entonces no he pensado más que en ellos, y, sin explicarme el motivo, he llegado a temer que hubiesen ellos perdido su fortuna y que sufrieran alguna necesidad. Yo soy rico por mi casa y porque, además, he heredado a un tío mío materno que me ha dejado una fortuna considerable, de manera que puedo considerarme como uno de los hombres más ricos de los Países Bajos. Experimenté, pues, un deseo irresistible de averiguar el paradero del señor Barón y de su hija, y, si fuese necesario, sacrificaría muy gustoso una parte de mi fortuna para restablecerles en la posición que acaso mis padres les hicieran perder.

-¡Dinero al barón de Berkhout! -dijo el anciano, con acento de indignación. -¡Dinero viniendo de usted! ¿Dónde tiene usted la cabeza, señor Conde?

-Ya lo sé, señor Homaus; tiene usted razón; pero Hortensia podía quedarse sola en el mundo, y al menos ella creería en la pureza de mis intenciones. Mientras ha existido mi mujer, y aunque me había hecho muy desgraciado, me he abstenido, por consideración a ella, de hacer algunas indagaciones que hubieran podido ser mal interpretadas. Pero hoy, que la Condesa ha muerto hace diez y ocho meses, soy completamente libre. Le suplico, señor Homaus, que por el cariño que tenía usted a sus amos, me diga dónde podré encontrarlos, y si algunos centenares de miles de florines que les enviase por una mano desconocida podrían añadir algún bienestar a su vida.

-No dudo de la rectitud de sus intenciones -dijo el anciano; -pero créame, no sé nada, absolutamente nada.

Reinó un profundo silencio. El Conde lanzó un suspiro, y cerró los puños con ademán de despecho.

-Es usted poco generoso, negándose a darme los informes que le pido -murmuró; -me oculta la verdad.

-Júzgueme como quiera, señor Conde -replicó el ex intendente. -Todo lo que sé se lo voy a decir con la mayor brevedad posible.

-¡Gracias! Le escucho.

-Es muy poca cosa, pero en fin... Existían ciertas promesas de casamiento entre mi ama y usted, y todo el mundo aplaudía la alianza entre dos familias tan nobles y dos jóvenes tan hermosos y dignos de ser amados. La lucha entre los belgas y los holandeses en el seno de estos generosos Estados, había adquirido unas proporciones alarmantes, alentada por la prensa.

"Hasta aquella fecha, mi amo había sido partidario del rey Guillermo; pero cuando se trató de la separación administrativa entre las provincias del Mediodía y las del Norte, se proclamó en favor de Bélgica. Fue lo suficiente para granjearse la desgracia del Rey y el odio de su padre, señor Conde. Se aplazó la proyectada boda. Estalló la revolución de 1830 y usted se refugió en Holanda cerca del Rey. Es innecesario decirle que la señorita Hortensia, que le amaba hondamente, fue muy desgraciada y lloró su dicha perdida. Entonces le escribió usted una carta para consolar y asegurar al padre y a la hija que, sucediera lo que sucediera, cumpliría usted su promesa. Aquella carta, elocuente y en aquel momento sincera, produjo el efecto que usted deseaba. Mi amo y su hija se tranquilizaron, y transcurridas algunas semanas, recibieron otra carta, en la que con términos de profunda pena y desesperación, anunciaba usted su resolución de contraer matrimonio con la condesa Hascot; sus padres, sus tíos, el Rey mismo, lo exigían y no le quedaba a usted otro remedio sino obedecer.

"Esta noticia cayó como un rayo. La señorita Hortensia se desmayó, y permaneció mucho tiempo sin sentido; el barón de Berkhout juró que partiría para Holanda y desafiaría a usted o a su padre. Sólo la muerte de uno de los ofendidos -decía él- podía lavar la injuria que habían hecho a su honor. Dio sus órdenes para ponerse en camino al día siguiente, y ni las lágrimas, ni las súplicas de su hija pudieron hacerle desistir de su propósito. Por la noche, mientras los criados comentaban entre sí este triste asunto, oímos cerrar con estrépito y echar la llave a la habitación donde el Barón estaba con la señorita Hortensia. Luego, gritos de la muchacha, que pedía socorro y suplicaba que la perdonase. Escuchamos estremecidos, pero no podíamos comprender ni los llantos de la señorita ni las amenazas del Barón. El ruido iba en aumento. Temíamos que nuestro amo hubiera perdido el juicio y que atentara contra la vida de su hija..."

-¡Dios mío! ¿qué sucedió? -preguntó angustiado el Conde.

-No sé nada; sólo Dios lo sabe -contestó el anciano. -En el primer momento el respeto nos impidió tomar parte e intervenir. Al fin, no pudiendo resistir a la inquietud que me dominaba, subí la escalera de cuatro en cuatro escalones, seguido por todos los criados, y resuelto a echar abajo la puerta, si el Barón se negaba a abrirla. Al oír el primer golpe que di, el Barón preguntó: "¿quién está ahí?" Le contesté que era yo, su intendente, y me contestó con voz alterada: "Homaus, le ruego que espere un momento abriré en seguida." En efecto, señor Conde, al cabo de algunos momentos, mi amo abrió la puerta y nos preguntó con calma, pero con cierta sorpresa: "¿qué significa esto? ¿qué hacen ustedes ahí? ¡Parece que están asustados! ¿Tan extraño les parece que gente de nuestra clase se aflijan de las ofensas hechas a su honor? Bajen a sus puestos y déjennos que lloremos nuestra humillación".

 
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Los mártires del honor de Enrique Conscience   Los mártires del honor
de Enrique Conscience

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