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La inesperada visita le produjo el efecto de una sacudida eléctrica que le devolvió por un instante sus agotadas fuerzas. Se quitó las gafas, pues de lejos veía mejor sin ellas, y apoyando sus enjutas manos en los brazos del sillón, se puso en pie.

-Le saludo, señor Homaus -dijo el recién llegado. -Tengo mucha alegría en volver a verle después de veinte años. ¿No me conoce usted? Soy el conde de Hammes.

-La vista se me ha debilitado mucho y no le veo; pero los latidos de mi corazón me prueban que es usted, efectivamente, el conde de Hammes, el que ha envenenado mis últimos días. Desde aquella época tan fatal, no he tenido más que penas y disgustos. ¡Cuánto daño me ha hecho usted!

-¿Yo? -interrumpió el Conde; -se engaña usted.

-En efecto, a mí, personalmente, nada me ha hecho -replicó Homaus; -pero a mi amo el barón de Berkhout y a su única hija, muchísimo. ¿Y no es lo mismo? ¿No fueron, por ventura, los señores Berkhout los que me recogieron, pobre huérfano, y me educaron? ¿No me han protegido? ¿No me confiaron todos sus bienes, honrándome con su amistad y su confianza? Sus desgracias personales me afectan como mías, y no puedo querer a quien fue causa de su ruina y quizá de su muerte.

-¿Muertos? ¿Han muerto?- balbució el Conde.

-No lo sé, pero mucho lo temo.

-¿Por qué ha hablado usted de su ruina? ¿Habrán perdido su fortuna si es que viven?

-Lo ignoro también.

El Conde, respetando la debilidad del anciano, se esforzaba en contener su impaciencia, y acercando una butaca, se sentó a su lado.

-Cálmese usted, señor Homaus -dijo. - Cierto es que no me he portado bien con el barón Berkhout; ¿pero quién podía prever el resultado de ciertas cosas? Eso ocurre muy a menudo en el mundo...

-¿Cómo? -interrumpió el ex intendente. Una boda que debía coronar un amor sincero y unir a dos familias. La nobleza la aprueba, la gente se congratula ante ella, hasta Su Majestad el Rey le felicita. ¡Se celebran los desposorios, y por razones políticas retira usted su palabra, por simples razones políticas, y entrega a mi amo y a su hija a la maledicencia pública! ¡No los conocía usted! Mi señor tenía fama de ser severo e inflexible, cuando era, por el contrario, generoso y bueno el sentimiento que dominaba en él era el orgullo de su raza. Cualquier ataque a su dignidad había de herirle mortalmente. Esto es lo único que puede explicar la extraña resolución que tomó. ¡Ah, señor Conde, tal vez usted no lo sabía en aquel momento!; pero cuando, a pesar de sus lágrimas, obligó usted a su hijo, al pobre Guillermo, a contraer matrimonio, destruyó para siempre la felicidad de dos personas, nobles y generosas, dignas la una de la otra. ¡Dios, que es justo, pedirá a usted cuenta de su crueldad!

El Conde pronunció algunas palabras para contestar al anciano; pero éste, exaltado, le interrumpió.

-Se engaña usted -pudo decir al fin el Conde. -Yo era el prometido de Hortensia, Guillermo de Hammes, a quien usted compadece y que tan desgraciado ha sido. Mis padres, que han muerto hace años, se arrepintieron amargamente de su fatal resolución, y al menos puedo esperar que Dios les perdone.

-¡Pero es usted Guillermo! ¡Guillermo de Hammes! -exclamó lleno de alegría el anciano. -¡Ah! ¡cuánto ha debido usted sufrir, sobre todo los primeros años!

-¡Toda mi vida!

-Le casaron a usted hace diez y ocho años, y en ese tiempo habrá olvidado, seguramente, a mi señora.

-¿Olvidarla? Ni un instante. Me atormentaban los remordimientos, y muchas veces me preguntaba si al casarme con la condesa de Hascot no había cometido una cobardía. No obstante, estoy convencido de que en una situación análoga a la mía, el hombre más valiente del mundo hubiese obrado como yo. ¡Si, supiera usted qué presión ejercieron todos sobre mí, mi padre, mi madre, mis tíos! El odio político los dominaba. Todos rechazaban este enlace como deshonroso para mi familia. ¡Pero qué cruelmente he expiado mi fatal obediencia durante veinte años de una existencia acibarada y dolorosa !

-Le creo, Guillermo, le creo; sus cartas, que he leído, no dejaban ninguna duda. Aquella ruptura tan violenta le hizo a usted tan desgraciado como a mi pobre señora.

-Hortensia me creería culpable de una traición voluntaria, ¿verdad?

-Su excelente corazón excusaba a usted ante su padre, derramando lágrimas de piedad. Más que en su propia pena, pensaba en la desesperación de usted.

-¿Y el barón de Berkhout?

-¡Oh! en cuanto a él, varía la cosa; quiso ir a Holanda para obligar a su padre de usted a batirse a muerte y lavar con sangre la mancha arrojada sobre su familia. Pero mientras se ignoró su casamiento con la condesa de Hascot, la señorita Hortensia aseguraba a su padre que el de usted revocaría su acuerdo. Aquella carta, tan larga que le envió usted, confirmó esta esperanza... y más tarde. más tarde... se fueron de Bélgica para no volver jamás a su patria.

-¿Y dónde se encuentran ahora?

 
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Los mártires del honor de Enrique Conscience   Los mártires del honor
de Enrique Conscience

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