Juan Mornas había sido arrastrado al barrio de Montmartre por la curiosidad de la fiesta popular y el apetito de aquellas ruidosas alegrías desconocidas hasta entonces para él, que parecían a su pesimismo más irritantes aún y más irónicas que las fiestas del gran mundo, cuyas descripciones leía en los periódicos.
Experimentaba una especie de, deleite doloroso al mezclar su miseria de hijo de aldeano ávido de goces y pobre para satisfacerlos, con las necias risas de los espectadores que rodeaban las barracas de titiriteros, con el alboroto de las rifas y con las músicas que tocaban, mientras los caballos de madera daban vueltas y vueltas, como bandadas de muertas ilusiones o montones de hojas secas arrastradas por el viento del Otoño.
La desgarradora melancolía de los' instrumentos penetraba en él con la acritud de una queja humana, y le hacia permanecer allí, entre los brutales empujones de la multitud, hasta el momento en que poco a poco la gente iba desapareciendo, las luces de las barracas apagándose lentamente una por una, y el sueño y la sombra cayendo con pesadez, sobre aquellos teatros de saltimbanquis y aquellas instalaciones de vendedores ambulantes, cuyas puertas se cerraban como párpados fatigados.
Sólo se veían ya algunas tiendas diseminadas, en las que unos cuantos granujas arriesgaban puestas con monedas de cobre, con la misma avidez, ojos relucientes y contracciones de labios que emplean los jugadores del gran mundo al arriesgar entre billetes y monedas de oro sus grandes fortunas en una mesa de bacearat.
Después de haberlos mirado largo tiempo, encontrando muy natural, él, el ambicioso de veintiocho años, que se probase la fortuna, y hasta, en caso de necesidad, que se intentase violentarla, Juan Mornas pensó volver a su triste habitación, situada en una casa del barrio Latino, y se encaminó lentamente por entro W fila de barracas, en la que ya apenas había algunas luces aquí y allá, y aun éstas, veladas por la tela verde que usan los saltimbanquis en sus toldos o cortinas, y que en medio de la noche parecían los pliegues de una bandera fúnebre maltratada por el viento del invierno.
Siguió una de las largas aceras del boulevard Rochechonart, dirigiéndose a la plaza Pigalle, la cual tenía que atravesar para internarse en el lado izquierdo del Sena.
Juan Mornas pensaba en esa vida independiente de los saltimbanquis, ahora hacinados en sus barracas ambulantes: en esa vida al aire libre, que es quizá la más feliz; en esos judíos errantes de la existencia moderna, que vagan por las fiestas y por las ferias con sus monos, sus serpientes o sus tigres, y locas ideas, pronto desechadas, de insurrección e instintos bohemios, atravesaban su imaginación... De pronto, maquinalmente, y mirando delante de él por una especie de magnetismo o de intuición, apercibió cerca del teatro del Circo, y siguiendo la acera del boulevard, casi desierto ahora, a una joven que marchaba rápidamente, seguida de dos hombres de mal aspecto, que parecían, o muy apresurados o muy amenazadores:
Sus siluetas se alargaban en la acera, y había como una antítesis irónica entre la flexible y esbelta figura de la mujer y las groseras sombras de los dos hombres, que debían ser dos corredores de aventuras, o dos pillos en busca de lo ajeno contra la voluntad de su dueño.
Interesado Mornas, seguía mirando, cuando de repente oyó un grito.
Uno de aquellos bribones había cogido por un brazo a la mujer, y ella llamaba pidiendo socorro:
-¡A mí! ¡Favor! Al oír sus gritos, los hombres huyeron, y ya habían desaparecido en las sombras de la noche, cuando Mornas llegó en cuatro brincos, a tiempo para recibir en sus brazos a la joven, que se había desmayado. El primer pensamiento de Juan fue el de encontrarse un tanto ridículo en aquel papel de paladín andante, y mientras sostenía a su protegida, se preguntaba si aquella aventura no era completamente ridícula o en extremo vulgar, pero a la claridad de un mechero de gas apercibió de pronto que la mano de la joven (que era por cierto linda y pequeñita), estaba cruzada por un sangriento arañazo, y que de la muñeca ( -había oprimido uno de aquellos hombres, pendía una pulserita, una sencilla pulserita de plata, que, medio torcida y rota, había desgarrado la piel, trazando aquel pequeño surco rojo.
Era un milagro que los ladrones no hubiesen arrancado la humilde alhaja de aquel hermoso brazo, de que habían arrancado aquellas gotas de sangre.
Mornas la miraba: era joven y bonita, y tenia el rostro pálido, dulce y fino. Cuando volvió en si, su primer movimiento, al apercibir al desconocido, fue de espanto; pero Juan la dijo sonriendo:
-No temáis nada, señorita. Los hombres que os han asustado han huido ya.
Ella lo comprendió todo, y, temblorosa aún, dio las gracias, sonriendo con agradecimiento y bajando los ojos. Después, y como instintivamente, buscó con la mano derecha la pulsera que llevaba en la muñeca izquierda, y miró para ver si la llevaba puesta.
-¿Qué buscáis, señorita?
-Una medalla que quiere mucho, y que temí haber perdido.
La medalla oscilaba al extremo de una cadenita de plata, y, al verla, la joven tuvo en su triste sonrisa un rayo de alegría.
-¡Ahi -dijo entonces. - ¡Gracias, gracias, caballero!... ¡Sin vos!...
-¿Qué hubiera pasado? - preguntó Juan, sonriendo dulcemente...
-¡Oh, esos hombres!...
-No creáis que me ha costado gran trabajo hacerles huir, pues en cuanto me oyeron llegar se alejaron... Pero- dijo el joven, aproximándose un poco, -¿cómo ibais sola a estas horas?
-Me han detenido mucho en el obrador- díjo la joven, de la manera más natural del mundo.
Además... ¡nunca he tenido miedo!... ~s la primera vez que en este barrio...
-¿Vivís cerca? - dijo Juan Mornas- Muy cerquita: en Montmartre.
La joven saludó con una inclinación de cabeza, y sonrió dulcemente con expresión de reconocimiento, poniendo las manos sobre la pulsera, como si fuera para ella un objeto sagrado; hizo luego un movimiento como para alejarse; pero Mornas la instó respetuosamente para que le permitiera acompañarla; pues, yendo sola, podría volver a encontrar a los ladrones. Por fin la joven consintió, dejándose escoltar por aquel hombre, que la acompañó hasta su casa, yendo a su lado como si hubiera sido un antiguo amigo.
Durante el trayecto, Juan Mornas supo que era una obrera que vivía con su madre, y que aquel día había retrasado su vuelta algo más que de costumbre, porque, teniendo mucho trabajo en el almacén, la habían obligado a velar hasta muy entrada la noche.
La joven hablaba muy bajo, con voz dulce y tímida. Mornas no la preguntaba nada, y sus sencillas confidencias saltan naturalmente de ella, que, reponiéndose poco a poco ..de su violenta y nerviosa emoción, repetía aún tratando de sonreír:
-¿Que hubiera sido de mi pobre medallita sin VOS?
-¿De vuestra medalla?- dijo Mornas. - ¡Y de vos también, señorita!
-Y de mí también, si... pero tal vez la una ha protegido a la otra.
Y añadió:
-Mi madre me regaló esta pulserita, que es ¡a única alhaja que tengo, y la medalla que de ella pende es el recuerdo que conservo de cuando hice mi primera comunión; por eso, como comprenderéis, las estimo tanto; porque un día que no tiene igual en la vida, no se olvida.
Mornas, que llevaba en si todos los escepticismos de nuestro siglo, se sorprendió profundamente al encontrar aquel tono de idilio a tal hora y en medio de aquellos barrios, aunque conocía mucho a París y sabía que la inmensa villa contiene de todo: piedras falsas entre joyas, y perlas entre cieno. La joven que le estaba hablando no parecía de las que fingen, y lo que decía era evidentemente cierto; as! es, que Juan Mornas, al oírla, experimentaba una alegre sorpresa, y sentía como si una brisa de otro tiempo, como si un perfume de su infancia le acariciase suavemente, trayéndolo recuerdos de sus primeros pensamientos.
Había atravesado la plaza de Pigalle al lado de la joven, mirando las largas y luminosas filas de mecheros de gas del desierto boulevard, apenas atravesado de sombras confusas o inquietantes como espectros, y se preguntaba si no era indiscreto al seguir acompañando as! a aquella niña hasta su casa, o por lo menos si no llamarla la atención de los que pudieran verlos.
Pero ella misma le sacó de esta confusión con su cándida franqueza, diciéndole:
-¡Oh! No me estorbáis... y si no fuera tan tarde, os haría subir para que mi madre tuviese el gusto de daros las gracias... ¡Qué miedo va a tener la pobrecilla cuando lo sepal! -. Casi estoy pensando que sería mejor no decirlo nada...
Pero después, reflexionando, añadió:
-Sí, sí, se lo diré... porque... se lo digo todo, y me pesarla mucho tener para ella un secreto por primera vez.
Juan Mornas creía escuchar como una canción deliciosa al oír la voz dulce de la joven, que le sorprendía y le admiraba. Hubiese querido que aquella noche durase siempre, y que -aquel paseo durase tanto como la noche. Extasiado oyendo, no hablaba, y se preguntaba si aún había seres inocentes en París.
Habían subido lentamente por una empinada calle hasta Monmartre, y después de haber dado ¿algunos pasos por otra transversal, la joven se detuvo, diciendo:
-Hemos llegado: aquí es Mornas miré maquinalmente el nombre de la callo grabado sobre el azulejo de la esquina: calle de Audran. Era ésta una corta callejuela, que desembocaba en la calle de las Abbesses, y en la cual no había más que casas de obreros y de lavanderas.
La joven se había detenido delante de un pequeño edificio de planta baja, y tendiendo la mano a Juan, dijo:
-Vuelvo a daros las gracias con todo mi corazón, por el generoso servicio que me habéis prestado.
La luz de un mechero de gas próximo iluminaba entonces aquella delicada cabeza y aquel rostro antes pálido.
-Ya no nos volveremos a ver, señorita; pero he sido muy feliz en haber podido...
La joven le interrumpió:
-¿Y por qué no nos hemos de volver a ver? Mi madre deseará conoceros...
- ¿Y cuál es el nombre de vuestra madre?
-La señora de Lorin.
-¿Y el vuestro, señorita?
-¿El mío?
La joven se echó a reír.
-Pues lo mismo que el suyo.
-Sí, ya me lo figuro -dijo Mornas, vacilando un momento;- pero yo preguntaba por vuestro... otro nombre... vuestro nombre de pila, y no por el apellido.
La joven vaciló también como él, y después dijo con su alegre franqueza -¡Oh! Tengo un nombre que no me gusta mucho : me llamo Lucía.
-Es muy bonito.
-¿Os gusta?... pues a mi no... Conque hasta la vista.
La joven había llamado, y la puerta de la casita se abrió, dejando ver un obscuro portal.
Juan Mornas vio desaparecerá Lucía, detrás de la cual se cerró la, puerta bruscamente.
El joven quedó un momento pensativo mirando a aquella calle de Audran, desconocida para 61 hasta entonces, y volviendo a cruzar todas las calles que antes había recorrido con Lucía, entró en su casa, que estaba al otro extremo de París, admirado de haber encontrado una niña tan inocente en medio de un barrio de maliciosas obreras, y presentándose a su imaginación aquella preciosa y angelical cabeza rubia, cuyo delicado cuello parecía aún más blanco, inclinado sobre la brillante medallita, a la que profesaba tan ingenuo cariño.
Mornas trataba entonces de burlarse de la especie de emoción que había sentido al lado de una joven que, inocente y confiada, le había permitido que la acompañase hasta su casa, a través las -Solitarias calles que tuvieron que recorrer para llegar a ella, y se sonreía, como queriendo burlarse, al repetir en voz alta, mientras se paseaba por su habitación.
-¡La pulserita de mi madre!... La medalla de mi primera comunión!... ¿Es posible que existan en París fósiles de este género?... Vamos, por fuerza esa Lucía debe ser una farsanta que se ha querido reír de mí... ¡Eres demasiado cándido aún, Juanillo, tú que te precias de no creer en nada!... Es muy fácil que esa muchacha con su aire de virgen y su dichosa medallita, no valga mucho más que los pillastres que la querían robar ... ; y, sin embargo... no puedo admitir esta idea.
El joven se durmió sin dejar de ver entre sueños la inocente y dulce sonrisa de Lucía Lorin, su blanco cuello inclinado sobre la pulserita de plata, y hasta -la insignificante medalla, causa de sus burlas.