Dos géneros hay de causas: uno que produce necesariamente y por su propia virtud el efecto, vg.: El fuego quema. Otro que no tiene virtualidad eficiente, pero sin el cual no puede hacerse una cosa. Así podría llamarse al bronce causa de la estatua, porque sin él no puede hacerse. De este género de causas unas son quietas, inertes, y por decirlo así estólidas, vg., el lugar, el tiempo, la, materia, los instrumentos, cte.; otras preparan el efecto y ayudan por sí, aunque no son necesarias, vg.: La comunicación es causa de amor, y el amor causa de liviandad. En este género de causas fundan los estóicos la eternidad del Hado.
Así como hemos dividido este género de causas, podemos dividir las eficientes. Las hay que obran por sí mismas y sin ayuda de ninguna otra: las hay que necesitan auxilio, vg.; La sabiduría hace sabios por sí sola, pero se puede cuestionar si hace por sí sola hombres felices. Cuando en la controversia ocurre alguna causa eficiente y necesaria, se puede concluir, sin duda ni vacilación alguna, cuál es el efecto de aquella causa; pero cuando la causa eficiente no sea necesaria, tampoco lo será la conclusión. Por eso no suelo haber error en los razonamientos donde la fuerza eficiente es necesaria, pero sí en aquellos donde ocurre la causa instrumental o sine que non. Aunque los hijos no pueden existir sin los padres, no por eso hay en los padres causa necesaria de generación. Se ha de distinguir, pues, con cuidado, la causa sine qua non, de la cierta y necesaria, vg., cuando, decimos: «¡Ojalá nunca en el monte Pelion hubiesen caído al golpe de la segur los fuertes robles!» Pues claro es que si los robles no hubiesen venido a tierra, no se hubiera hecho la nave Argos, y sin embargo no había en aquella madera causa eficiente ni necesaria. Pero cuando cayó sobre la nave de Ayax el fulminante y corusco rayo, fué necesario que la nave se inflamase.
Aun hay otras divisiones de las causas, porque unas obran sin ningún apetito del ánimo, sin voluntad, sin opinión, haciendo, vg., «que muera todo lo que ha nacido.» Otras obran por voluntad, o pasión de ánimo, o hábito, o naturaleza, o arte, o casualidad. Por voluntad, como tú cuando lees este libro; por perturbación, como el que temo los sucesos de estos tiempos; por hábito, como el que se enoja fácil y pronto; por naturaleza: «el vicio crece cada día;» por arte, como el que pinta bien; por casualidad, como el que navega prósperamente. Ninguna de estas cosas se hace sin causa, pero estas causas no son necesarias. En alguna de ella, vg., en la naturaleza y en el arte, hay constancia, en otras no.
De las que no son constantes, hay unas ocultas y otras claras: claras son las que dependen del apetito y del juicio; ocultas las que están sujetas a la fortuna. Nada se hace sin causa. La fortuna es una causa oscura que obra calladamente.
De los actos humanos, unos son ignorados, otros voluntarios: ignorados, cuando son efecto de la necesidad; voluntarios, cuando nacen de libre determinación: los que dependen de la fortuna son también ignorados o voluntarios; el arrojar el dardo es voluntario; el herir a quien no quisieras es de fortuna. De aquí aquella cuestión tan común en vuestros negocios: «¿El dardo se ha escapado de las manos o ha sido arrojado?» Entran también en la ignorancia o imprudencia las pasiones de ánimo, que aunque son voluntarias, pues se reprimen con la amonestación y el castigo, tienen sin embargo tanta fuerza, que lo que es voluntario parece a veces necesario, o a lo menos ignorado.
Esta diferencia de causas ofrece gran copia de argumentos a los oradores y filósofos. No tanto en vuestras causas, aunque son quizá más sutiles. De grande importancia me parecen los juicios privados que se confían a la prudencia de los jurisconsultos; ellos dan consejos y suministran armas a los clientes que acuden a su saber y experiencia.