Cuando comenzaba yo a escribir cosas de más entidad y sustancia que las que he publicado hasta ahora, tu voluntad me apartó de este camino. Estábamos juntos en la biblioteca del Tusculano registrando cada cual de nosotros los volúmenes que para su estudio necesitaba, y tropezaste con los Tópicos de Aristóteles, explicados en muchos libros. Te llamó la atención el título, y me pediste la explicación del libro, y habiéndote dicho yo que allí se explicaba el modo de hallar argumentos según el método inventado por Aristóteles, me diste, a entender modestamente, como sueles, pero de manera que bien se conocía tu ardiente deseo, que te enseñase aquel método. Yo, no por esquivar el trabajo, sino por interés tuyo, te aconsejé que los leyeses por ti mismo o que aprendieses el método con algún doctísimo retórico. Una y otra cosa has intentado, según me dices; pero la oscuridad de los libros te ha hecho desistir, y el retórico ha contestado que él ignoraba los preceptos de Aristóteles; y no es maravilla que un retórico desconozca a un filósofo, a quien muy pocos de los mismos filósofos estudian. Y cierto que es imperdonable descuido, porque no sólo debían atraerles las cosas que dice o inventa, sino también la abundancia y suavidad increíbles del estilo. No pude, por tanto, ya que me lo rogabas muchas veces, aunque manifestando temor de serme molesto, hacerte esperar más tiempo, ni ser injusto con un Intérprete del derecho. Habiendo escrito tú tanto para mí y los míos, he temido que pareciera ingratitud o soberbia el no hacerlo yo. Mientras estuvimos juntos, tú eres buen testigo de mis ocupaciones. Después que me separé de ti para ir a Grecia, cuando ni la República ni los amigos me necesitaban, ni podía yo segura y honrosamente vivir entre las armas; así que llegué a Velia y vi tu casa y a los tuyos, me acordé de esta deuda y quise complacer tus tácitos deseos. Como no llevaba libros, escribí de memoria en la navegación lo que vas a oír, y te lo envío desde el camino, para que con mi diligencia en cumplir tus mandatos se despierte en ti la memoria de mis cosas, por más que no necesites de estímulo ni recuerdo, Ya es tiempo de llegar al objeto de este libro.
Todo sistema dialéctico consta de dos partes: la invención y el juicio. En ambas fué Aristóteles (á mi ver) el príncipe. Los estóicos trabajaron sólo en una de las dos: en la ciencia del juicio, que llamaron dialéctica, y abandonaron del todo la Tópica o arte de invención, que es más útil y, en el orden de la naturaleza, la primera. Nosotros, encontrando en ambas suma utilidad, nos proponemos tratar de las dos, comenzando por la Tópica.
Así como es fácil la Invención de las cosas escondidas cuando está sabido y señalado el lugar, así cuando queremos buscar algún argumento, debemos conocer los lugares. Llaman Aristóteles lugares las fuentes de donde los argumentos se tornan. Así, podemos definir el lugar: sitio o fuente del argumento; y el argumento: razón que prueba lo dudoso. Los lugares pueden ser, ya inherentes al mismo asunto, ya extrínsecos. Los inherentes pueden serlo, ya del todo, ya de las partes, ya de alguna nota o señal, ya de cosas que en alguna manera están enlazadas con la que se busca. Por el contrario, los lugares extrínsecos se traen de muy lejos y guardan poca analogía con el asunto.