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¡Oh tierra privilegiada! Ceres y Baco te protegen.
Casi a una milla de distancia, hacia el Oeste, vese brillar la
luz en las aguas; es un brazo del río, en que se reflejan los rayos del
sol poniente. Forma allí un recodo, y las blancas paredes de una hacienda
coronan la cumbre de una colina cuyo pie besa la corriente del gran río.
Esta hacienda no tiene más que un piso, pero su extensión y el
estilo de su arquitectura danle el aspecto de una gran morada; como todas,
remata en una azotea, cuyo pretil es almenado, rompiendo la monotonía de
su contorno algunas elegantes torrecillas que flanquean los ángulos. En
la parte posterior hay una torre más grande; es el campanario de una
capilla, porque todas las haciendas mejicanas la tienen. Los emblemas religiosos
vense por doquiera en este país. Los cristales que brillan detrás
de las rejas alegran en cierto modo el aspecto lúgubre de este edificio,
que, como todas las casas de campo mejicanas, tiene mucha semejanza con una
cárcel. Sin embargo, modifica esta apariencia el verde follaje que rodea
el pretil de la azotea, por encima del cual sobresale la exuberante
vegetación de los trópicos, entre la que descuellan las graciosas
y ondulantes ramas de la palmera, que sin duda es aquí una planta
exótica, cuya presencia en tal sitio revela el carácter del
propietario de la finca. Aquella azotea está convertida en un hermoso
jardín, entre cuyas flores es posible que viva una dama hermosa. Al
contemplar aquel florido verjel, acuden a mi mente ideas risueñas y
agradables, y siento deseos de trepar a la colina y de entrar en la
espléndida morada; pero, como me es imposible realizarlos, me conformo
con mirar desde lejos.
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Isolina de Vargas
de Mayne Reid
ediciones elaleph.com
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