Estoy en la azotea de la casa del alcalde, y, como ésta
es la más alta del pueblo, a todas las domino con la vista. Mis miradas
abarcan mayor espacio y distinguen los principales accidentes de la
campiña vagando con deleite por la espléndida vegetación de
aquel terreno tropical, cuyas formas características contemplo admirado,
recreándome en los grupos de cactus, de yuca y de agave. El pueblo
se halla circundado por un terreno descubierto, de campos cultivados, donde el
maíz agita sus sedosos penachos movido por la brisa, contrastando el
color de sus hojas con el más obscuro de los pimientos y habichuelas.
Este terreno descubierto no tiene mucha extensión, y en tomo suyo
distínguese un laberinto de plantas leguminosas: acacias, mimosas, ingas
y robinias. El lindero de este bosque está tan cerca que distingo las
diferentes clases de palmeras y bromelias que lo componen, así como las
hojas encarnadas de la pita que brillan a lo lejos, semejando una orla de
fuego.
Como este bosque, que está muy próximo al pueblo,
produce lo suficiente para la manutención de los habitantes, éstos
tienen casi abandonadas las faenas agrícolas; pero, si no son
agricultores, son ganaderos, y todos los terrenos descubiertos y los claros del
chaparral vense poblados de hermosos rebaños de raza española,
entre los que se distinguen los pequeños caballos andaluces y
berberiscos. La principal ocupación de los aldeanos es, por consiguiente,
apacentar sus ganados; y sólo cultivan la tierra para sembrar y
recolectar el maíz con que hacen pan, el chile con que lo sazonan
y las habas negras que sirven de complemento a su comida. Estos tres
artículos y la carne de sus selváticos rebaños, constituyen
el comercio y la alimentación de todo Méjico. En cuanto a la
bebida, el habitante de las altas mesetas saca su licor favorito -al que
nada tiene que envidiar el champagne- del corazón del
gigantesco áloe, mientras que el de las tierras bajas bebe el jugo de la
palmera acrocomia, otro árbol indígena.