Todos los edificios, así los de piedra - que ya hemos
dicho que son no más que tres - como los de adobe, tienen azoteas con su
correspondiente pretil.
Cuando, en las frescas tardes de aquel país delicioso,
el sol oculta su dorado disco tras las elevadas cumbres de los montes, la azotea
es un sitio muy cómodo para recrear la vista, especialmente si el
dueño de la casa es aficionado a las flores, y la ha convertido en un
jardín aéreo, donde se ostenta la riquísima flora mejicana,
que goza, con justicia, de universal renombre. Es el lugar más adecuado
para fumar un cigarro y tomar un sorbete. El aromático humo del tabaco,
que asciende en espirales, y el aire fresco de la tarde, contribuyen a hacer
más deliciosa la bebida; allí se disfruta de la libertad de un
salón, mientras la vista se distrae observando lo que pasa en la calle.
El ligero pretil de la azotea defiende la vida del observador, y le permite ver
sin ser visto. Los transeúntes se agitan, pasan y vuelven a pasar, sin
ocuparse en mirar hacia arriba.