I
UN PUEBLO DE LA FRONTERA DE MÉJICO
A orillas del río Bravo del Norte, en Méjico,
extiéndese un pueblecito, que, por su escasa importancia, mejor pudiera
denominarse ranchería, pues, en realidad, no merece otro nombre aquel
grupo de viviendas, entre las que sobresalen la iglesia, la casa del cura y la
del alcalde, los tres únicos edificios de piedra que hay en el lugar.
Estos tres edificios forman los tres lados de una amplia plaza
cuadrada: el último lo ocupan las tiendas o viviendas del pueblo bajo,
construidas, con adobes, algunas de ellas blanqueadas con cal, y otras pintadas
de colores vivos a semejanza del telón de un teatro; pero la
mayoría revocadas con una tinta parda uniforme y bastante sucia; en todas
hay puertas macizas y ventanas sin vidrieras, pero con rejas, que no sirven para
preservar de la intemperie, aunque sean un obstáculo para los
ladrones.
De los cuatro ángulos de la plaza arrancan otros tantos
callejones estrechos y sin empedrar, que conducen al campo. Más
lejos, en los límites del pueblo, hay diseminadas algunas viviendas
más endebles aun, pero de aspecto más pintoresco, construidas con
troncos de yuca, cuyas ramas sirven de vigas, y sus hojas flexibles y fibrosas
de techumbre. Los pobres jornaleros, descendientes de la raza conquistada, son
los habitantes de estos pequeños ranchos.