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Cuando con más vehemencia perseguía a los patricios el cónsul Filipo, y cuando el tribunado de Druso, defensor de la autoridad del Senado, empezaba a menoscabarse y a debilitarse, recuerdo haber oído decir que en los días de los juegos romanos se retiró Lucio Craso al Tusculano, y que allí fueron a verle su suegro, a quien decían Quinto Mucio, y Marco Antonio, su consejero en los negocios de la república, unido a Craso por grande amistad. Con Craso habían ido dos jóvenes amigos de Druso, y en quienes fundaban los ancianos de su orden grandes esperanzas, Cayo Cota, que aspiraba entonces al tribunado de la plebe, y Publio Sulpicio, de quien se creía que había de pretender al año siguiente la misma magistratura. Todo el primer día hablaron largamente de la condición de los tiempos y del estado de la república, por cuyo motivo se habían reunido. Cota refería muchos años después esa conversación, y las predicciones verdaderamente divinas que aquellos tres consulares hicieron, hasta el punto de no haber acaecido después en la ciudad desastre alguno que ellos mucho antes no hubiesen previsto. Acabada que fue esta conversación, se acostaron a cenar, y fue tanta la cortesía y buen acogimiento de Craso, que se disipó como por encanto toda la tristeza de la conversación anterior; siendo tantos los chistes y el buen humor, que si el día había sido de curia, el convite fue propiamente del Tusculano. Al día siguiente, después que los ancianos habían descansado, se fueron todos de paseo, y a las dos o tres vueltas dijo Escévola: «¿Por qué no imitamos, oh Craso, a aquel Sócrates que figura en el Fedro de Platón? Convídame a ello este plátano, que con sus anchas y extendidas ramas, hace este lugar no menos umbroso y apacible que aquel a cuya sombra se sentó Sócrates. Y tengo para mí que la amenidad de aquel lugar no procedía tanto del agua que allí se describe, como del estilo de Platón. Si Sócrates, con tener tan firmes los pies, se echó sobre la hierba para pronunciar aquellos discursos que los filósofos creen de inspiración divina, mucho más justo parece que a mis pies se les conceda esto.» Entonces dijo Craso: «Todavía quiero mayor comodidad.» Y pidió unos cojines y los hizo colocar a la sombra del plátano.

Entonces (como solía referir Cota) para descansar los ánimos de la pasada conversación, empezó Craso a tratar del arte de la elocuencia. Comenzó diciendo que más bien que aconsejar a Cota y a Sulpicio, debía elogiarlos por haber alcanzado ya tanta perfección, que no sólo excedían a los de su edad, sino que podían ser comparados con los antiguos. «Nada hay a mi juicio más excelente, dijo, que poder con la palabra gobernar las sociedades humanas, atraer los entendimientos, mover las voluntades, y traerlas o llevarlas a donde se quiera. En todo pueblo libre, y, principalmente en las ciudades pacíficas y tranquilas, ha florecido y dominado siempre este arte. ¿Qué cosa hay, más admirable que el levantarse de la infinita multitud de los hombres uno, capaz de hacer él sólo o con muy pocos lo que parece que apenas podrían realizar todos los hombres juntos? ¿Hay algo más dulce de conocer y oír que una oración exornada y elegante, de graves sentencias y graciosas palabras? ¿Hay nada tan poderoso ni tan magnífico como el ver allanados con un discurso los movimientos populares, la rigidez de los jueces, la gravedad del Senado? ¿Qué cosa más regia, más liberal y generosa que ayudar a los humildes, levantar a los caídos, salvar de los peligros o del destierro a los ciudadanos? Es como tener siempre una arma para atacar a los malvados o para vengarse de ellos. Y dejando aparte el foro, el tribunal, los rostros y la curia, ¿qué cosa más agradable aun en el ocio, y más digna de la humanidad, que una conversación graciosa y no ruda? Si en mucho nos aventajamos a las bestias, es porque tenemos el don de la palabra y podemos expresar todo lo que pensamos. ¿Cómo no admirar al que se aventaja a los demás hombres en aquello, mismo en que el hombre excede a las bestias, y cómo no esforzarnos en conseguir tanta excelencia? Y viniendo a lo principal, ¿qué otra fuerza pudo congregar en uno a los hombres dispersos, y traerlos de la vida salvaje y agreste a la culta y civilizada, y constituir las ciudades y darles leyes, derechos y costumbres? Y no deteniéndome en los demás innumerables beneficios, diré brevemente que en la moderación y sabiduría de un perfecto orador estriba, no sólo su propia dignidad, sino la de otros muchos particulares, y la salvación de toda la república. Por tanto, jóvenes, proseguid como habéis comenzado, no abandonéis el estudio, y así lograréis para vosotros honor, utilidad para vuestros amigos, provecho para la república.»

Entonces Escévola con su habitual cortesía, dijo: «Estoy conforme con casi todo lo que dices, oh Craso, y en nada quiero disminuir el arte y la gloria de mi suegro Cayo Lelio o de este yerno mío; pero dos cosas hay que no te puedo conceder: la una, que los oradores hayan fundado y establecido en un principio las ciudades y después las hayan salvado muchas veces; la otra, que aparte del foro, de la tribuna, de los juicios, y del Senado, ha de ser perfecto el orador en todo género de elocuencia y humanidades. ¿Quién ha de concederte que el género humano, disperso antes por montes y selvas, vino a edificar muros y ciudades, movido no tanto por los consejos de la prudencia como por la energía oratoria? ¿Acaso las demás utilidades; que de establecer y conservar los pueblos se han seguido, se deben sólo a los varones elocuentes y de buen, decir y no a los fuertes y sabios? ¿Te parece que Rómulo se valió antes de la elocuencia que de su buen consejo y sabiduría singular para reunir a los pastores y foragidos, para concertar las bodas con las Sabinas, o para reprimir la audacia de los comarcanos? Y en Numa Pompilio, en Servio Tulio, en los demás reyes que tanto hicieron para afianzar la república, ¿hallas algún vestigio de elocuencia? Y después de la expulsión de los reyes, la cual, Lucio Bruto llevó a cabo más con el entendimiento que con la lengua, ¿no vemos imperar entre nosotros el buen, consejo y no la vana locuacidad? Y si yo quisiera recordar ejemplos de nuestra ciudad y de otras, veríamos que los grandes oradores, han traído más daño que provecho a la causa pública. Y por no hablar de otros, sólo recordaré los dos hombres más elocuentes que yo he oído fuera de vosotros dos, oh Craso: a Tiberio y a Cayo Sempronio, cuyo padre, hombre prudente y grave, pero que nada tenía de elocuente, sirvió muy bien a la república, sobretodo cuando fue censor, y no con elegantes discursos, sino con energía y pocas palabras hizo entrar a los libertinos en las tribus urbanas. Y a fe que si no lo hubiera hecho, la república, que ya apenas existe, hubiera perecido mucho tiempo hace. Pero sus hijos, tan doctos y elocuentes, con todas las cualidades de la naturaleza y del arte, habiendo recibido la ciudad en un estado muy floreciente, gracias a la prudencia de su padre y a las armas de sus abuelos, dieron al traste con la república, valiéndose de esa misma elocuencia que tú llamas la mejor gobernadora de los Estados.

»¿Y las leyes antiguas, y las costumbres de nuestros antepasados, y los auspicios que yo y tú, Oh Craso, dirigimos con tanto provecho de la república, y la religión, y las ceremonias, y el derecho civil que está como vinculado en nuestra familia, sin ningún alarde do elocuencia, han sido inventadas, conocidas ni aun tratadas por los oradores? Bien me acuerdo de Servio Galba, hombre divino en el decir, y de Marco Emilio Porcina, a quien siendo joven venciste, el cual era ignorante del derecho y desconocedor de las costumbres de nuestros mayores; y hoy es el día en que, fuera de ti, Craso, que más por afición propia que por necesidad de la oratoria has aprendido conmigo el derecho civil, todos los demás oradores le ignoran del todo: cosa a la verdad lamentable. Y lo que al fin dijiste, como hablando en nombre y en derecho propio, es a saber, que el orador puede ejercitarse copiosamente de causas; esto no lo toleraría yo si no estuviésemos aquí en tu reino, y daría la razón a los que te pusieran interdicto o te llamasen a juicio por haber invadido tan temerariamente las ajenas posesiones. Hubieran promovido contra ti acción judicial, en primer lugar los Pitagóricos, y los sectarios de Demócrito y todos los demás físicos en sus varias escuelas: hombres elocuentes y graves en el decir, con los cuales no podrías contender aunque tu causa fuera justa. Te perseguirían además todas las escuelas filosóficas que tienen por fuente y cabeza a Sócrates, y te convencerían de que nada habías aprendido, nada investigado, y que nada sabías de los bienes ni de los males de la vida, nada de las pasiones del alma, nada de la razón y del método; y después que todos te hubiesen atacado juntos, cada una de las escuelas te pondría pleito. La Academia te obligaría a negar lo mismo que antes habías afirmado. Nuestros Estoicos te enredarían en los lazos de sus interrogaciones y disputas. Los Peripatéticos te probarían que esos mismos adornos que crees propios del discurso y del orador, debes tomarlos de ellos, y que Aristóteles y Teofrasto escribieron sobre los asuntos que dices, mejor y mucho más que todos los maestros de elocuencia. Omito a los matemáticos, gramáticos, músicos, con cuyas artes tiene muy poco parentesco la de bien decir. Por lo tanto, oh Craso, juzgo que do debes extender tanto los límites de tu arte: bastará el conseguir en los juicios que la causa que defiendes parezca la mejor y más probable; que en las arengas y deliberaciones valga mucho tu oración para persuadir al pueblo; en suma, que a los prudentes les parezca que has hablado con elegancia, y a los ignorantes que has hablado con verdad. Si algo más que esto consigues, no será por las facultades comunes a todo orador, sino por las propias y especiales de Craso.»

Entonces dijo éste: «No ignoro, Escévola, que entre los Griegos se suele decir y disputar esto mismo. Cuando después de mi cuestura en Macedonia, estuve en Atenas, oí a los hombres más ilustres de la Academia, entonces muy floreciente, como que la gobernaban Carneades, Clitomaco y Esquines. También vivía entonces Metrodoro, que había sido, como los otros, estudioso discípulo de aquel Carneades a quien tenían por el más acre y copioso en la disputa. Florecían Mnesarco, discípulo de Panecio y los peripatéticos Critolao y Diodoro. Todos a tina voz decían que se había de apartar al orador del gobierno de las ciudades, excluirle de toda doctrina y ciencia seria, y reducirle sólo a la parte judicial y al foro, como si fuera un esclavo, sujeto una tahona. Pero yo no convenía con ellos ni con el inventor y príncipe de este género de disputas, el grave y elocuentísimo Platón, cuyo Gorgias leí entonces en Atenas bajo la dirección de Carneades, en cuyo libro admiraba yo mucho a Platón, que al burlarse de los oradores se había mostrado él mismo orador eximio. La controversia de palabras ha atormentado siempre mucho a los Griegos, más amantes de la polémica que de la verdad.

»Y si alguno sostiene que es orador tan sólo el que habla en juicio, o ante el pueblo o en el Senado, necesario es que aun así, lo conceda muchas y raras cualidades. Pues sin gran experiencia de las cosas públicas, sin ciencia de las leyes, de las costumbres y del derecho, y sin conocer la naturaleza y las costumbres humanas, apenas puede tratar con sabiduría y prudencia esos mismos asuntos. Y al que llega a poseer este conocimiento, sin el cual ninguna causa, ni aun de las menores, puede tratarse, ¿qué cosa de importancia le faltará saber? Y aunque el oficio del orador se redujese a hablar con ornato, compostura y abundancia, ¿crees que podría conseguirlo sin aquella ciencia que vosotros no le concedéis? Pues toda la fuerza del discurso se pierde cuando el que habla no sabe a fondo la materia de que va a tratar. Por lo cual, si Demócrito el Físico tuvo buen estilo, según dicen y a mí me lo parece, su materia perteneció a la física; pero la elegancia de las palabras a la oratoria. Y si Platón habló divinamente de cosas remotísimas de toda controversia civil, lo cual yo concedo; si Aristóteles, Teofrasto y Carneades se mostraron elocuentes en la disputa, y suaves y adornados en el decir, pertenezcan en buen hora a otros estudios las materias de que escribieron, pero el estilo es propio de este único arte de que ahora vamos hablando. Así, vemos que de las mismas cosas disputaron otros seca y áridamente, como aquel Crisipo, cuya agudeza tanto encomian, y no por eso dejó de ser buen filósofo, aunque no tuvo el arte de bien decir propio de otra facultad que lo era extraña.

 
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