Saint-Laurent, 15 de junio.
No es desde Ginebra desde donde le escribo; no he hecho más que pasar por allí. «¿Y su madre?» me preguntará usted. Tres años hace que no la había visto: lloramos al abrazarnos. El primer día estuvo casi tierna; el segundo, me interrogó; el tercero, se mostró inquieta o hizo, que me sondearan amigos suyos. Uno de ellos me preguntó «qué pensaba, yo hacer» otro calculó por los dedos, lo que debían haber costado mis largos viajes por Levante; el tercero me examinó sobre puntos de doctrina; el cuarto... Eché a correr, y todavía estoy corriendo.
Habría querido que me acompañara mi madre; no he podido convencerla. Usted sabe, que es ginebrina, y no puede vivir más que en Ginebra. Hace diez años, así que murió mi padre, abandonó París, y volvió a fijarse en el país natal.
He partido solo, a la, espalda una mochila y un bastón en la mano. He querido volver a ver a mi querida, Jura, la aldea donde nació mi padre, los bosques donde se deslizaron las horas más hermosas de mi juventud. Con frecuencia le he hablado a usted de mi padre, de aquel humilde hijo de campesinos que, con la punta de su voluntad, supo hacerse sitio en el mundo; de aquel soldado raso que, por su mérito y su gran corazón, obtuvo, adelantos tan rápidos, y coronó su nombre de una, gloria sin tacha. Le he dicho a usted por qué refinamientos, de honor, por qué delicadeza de una conciencia, exacta, hasta el escrúpulo, dejó el servicio en la fuerza de la edad. Su ociosidad le pesó al pronto; pero amaba el estudio, las ciencias, y supo ocuparse. Yo tenía entonces doce años; se hizo mi profesor. En invierno, en París me enseñaba las matemáticas y el latín; en la primavera nos llevaba, a mi madre y a mí, a Saint-Laurent-Grand-Vaux, en el Franco-Condado, aldea, de sus padres, donde se había, hecho construir una casa. Durante el verano, recorríamos la comarca en busca de, flores o de, fósiles del Jura; en otoño, íbamos a los bosques a cazar gallos silvestres. Partidos antes del alba, volvíamos por la noche hambrientos, rendidos de fatiga, pero el corazón contento y sin dejar de hablar. Mi madre nos esperaba inquieta, medio incomodada. Besándola en las dos mejillas:
-Enriqueta -le decía mi padre, -regáñame mucho. Todas las mujeres buenas son regañonas.
Estos recuerdos son sagrados para mí, me han seguido en Menfis, en Persia. He querido rejuvenecerlos con la vista de los lugares. Andando a cortas jornadas, he atravesado lentamente la Bresse, de la que he visto con ojos, complacidos las llanuras monótonas con sus selvas, sus, cultivos, sus vergeles, sus aguas apacibles sombreadas de, alisos y de robles; luego, entrando en los, viñedos, he subido aquel cortado que, desde Saint-Amour hasta Arbois y Salins, forma del lado del Saona, la primera estribación del Jura. Esto es lo que montañeses y bressanos llaman el buen país; en estas laderas entrecortadas por gargantas y valles, en estas pendientes de morenuzca caliza es donde se cosechan tantos vinos generosos, honor y orgullo del Franco-Condado. Bien pronto me ha abandonado la viña: esta friolenta teme el cielo inclemente de las, altas mesetas. He atravesado los bojes, esos mirtos de nuestras montañas. De meseta en meseta, de estribación en estribación, he visto disminuir los cultivos, entristecerse los campos. No más maíz; al trigo suceden la cebada y la avena. Se han acabado robles y nogales, y la alegría de los vergeles. A medida que subo, veo los pastos extenderse y desaparece los bosques frondosos; las hayas, no forman ya más que bouquets muy claros; a lo largo de las lomas de las alturas que huyen por todas partes, negros abetos dominan los céspedes, cubiertos de gencianas.
Al acercarme a Saint-Laurent, el corazón me latía, y afloje el paso. Más de una vez me senté al borde del camino, y, cerrando los ojos, me perdí en mis pensamientos. Cuando volví a ponerme en marcha, se disputaban mi atención mil objetos conocidos. Más de un abeto me, miró con aire familiar; más de, un viejo muro me sonrió al paso. Un arroyo que caía de una roca gris, engruesó su voz para llamarme; un mirlo me siguió durante algunos minutos de breña en breña; no cantaba más que para, mí. En la aldea comenzó á sonar el Angelus. Mis juveniles años me interrogaban desde lo alto de aquel campanario, y mi corazón, turbado, no sabiendo qué contestar, los escuchaba en silencio.
Estoy de parada en el hotel del Correo. El este hospedaje, es célebre en veinte leguas a la redonda por lo bien que en él se come, y por el orden, la exquisita limpieza, y no sé, qué aire de fiesta que aquí reina. Lo desafío a usted a mostrarme en un cuadro flamenco una, cocina, mejor cuidada cacerolas más relucientes y rostro más agradables. En esta casa todo el mundo es dichoso, desde los amos y los criados hasta las gallinas que picotean en el jardín, hasta los perros y gatos que andan alrededor de las hornillas, y el hocico en el aire, olfatean el perfume, de las frituras, recomendándose a la Providencia. Se lo digo a usted, en verdad, son muy buenas personas nuestros montañeses del Jura, y entre, ellos, si hay que escoger, doy la palma a los grandvallierenses. En estos hombres robustos y laboriosos, carreteros, queseros, anteojeros y relojeros, hay tradiciones de honradez y de prudencia.
Mucho buen sentido, un rostro grave, algo severo, como los paisajes del Grand-Vaux, pero pronto a reírse; un aire de digna reserva, una frialdad aparente, y bajo esta corteza un corazón ardiente: tal es el dueño del hotel del Correo, el buen Dionisio, a quien quería mi padre. Mayordomo consumado, entendido más, que nadie en el arte de gobernar una casa, habría podido hacer fortuna en Suiza o en alguna gran ciudad de Francia: ha preferido quejarse en Saint-Laurent, capital de cantón bastante frecuentada, en verdad, y situada en el cruce de cinco carreteras, pero que ha perdido mucho de su importancia desde que, gracias a los ferrocarriles, no pasa ya por aquí el correo de, París y las sillas de posta, están en la cochera. A quien se asombra del partido que ha tomado, Dionisio contesta, que ama su campanario, sus abetes, su lago de Truchas-Rojas, y que es más seguro esperar la felicidad en su casa que correr tras ella.
Cuando aparecí en la puerta de la cocina, la señora Dionisio lanzó un grito y dejó caer una polla que desplumaba. Su marido, de pie ante la hornilla, llevaba de ordinario sobre el hombro izquierdo un hermoso gato. Al grito de su mujer, se volvió, dejó precipitadamente sobre la mesa el gato y el cucharón, y corrió a abrazarme. ¡Qué solicitud, que alegría mostraron estas buenas gentes!
Félix, al menos hay un rinconcito del mundo donde soy algo. Sin embargo, no me engaño: lo que aman en mí nuestros grandvallierenses, es a mí padre; pero por esto aun les estoy más agradecido.
El amigo Dionisio volvió enseguida a sus hornillas, jurando excederse para festejarme. A las ocho estaba puesta la mesa al extremo del jardín, en un pabellón donde ardía un buen fuego; porque ya pensará usted que, a mediados de junio, y a 913 metros sobre: el nivel del mar, las noches son frescas. Allí estaban un maestro herrero, el encargado del registro, dos concejales, el capitán de los bomberos, todos, los antiguos amigos de mi padre. No esperará usted que le detalle el menú; se componía de todos, los platos, favoritos del General, comenzando por aquellas famosas truchas con salsa de cangrejos que le gustaban tanto. En la mesa estaban todos sus vinos predilectos: el chateau-chalons, el espumoso jugo de la Estrella, el rosado néctar de Salins, el dorado néctar de Pouilly, vinos generosos que tienen tan hermoso aspecto y tanta savia, y cuyo renombre aun no iguala su mérito.
Entre los comensales, uno solo me era desconocido. Un tal señor David, languedociano, entre dos edades, que después de una vida de aventuras, como un náufrago arrojado por la tempestad contra un escollo, ha venido a parar a Saint-Cergues, pueblecillo del Jura Valdense, donde ha abierto un restaurant. Muy superior a su fortuna, tiene un espíritu singularmente abierto, una llaneza maliciosa que no se asombra de nada. Habiendo representado en el mundo muchos personajes diversos, conoce bien los hombres y las cosas; en la escuela de la experiencia, se ha ensanchado su espíritu sin que su conciencia se haya hecho más ancha, y ha adquirido viviendo una sabiduría jovial bastante parecida a la de Gil Blas, pero unida a una, nobleza de sentimientos que faltaba a Santillana. Este señor David es amigo de Dionisio, que hace gran caso de él, y como no es muy grande la distancia de Saint-Laurent a Saint-Cergues se visitan mucho.
Estábamos, en el segundo plato, cuando, Dionisio se dio una, palmada, en la frente como para reprocharse un olvido. Se levantó de la mesa, y volvió bien pronto, acompañado de un escocés, el señor Bird, que vive en su casa hace algunos días. Represéntese, usted un aire sencillo y abierto, una mirada, viva que chispea, mejillas rosadas, una cara llena, encuadrada, en hermosos cabellos plateados, una frente donde respira la serenidad de un alma en paz con el mundo y consigo, mismo a cheer fud mind. Se reprocha a menudo a los hijos de la Gran Bretaña su rudeza, su estiramiento y su ceño; para ser justo, se debería añadir que los que agradan mucho, es porque alían la virilidad del carácter con el candor de un alma, sin pretensiones y porque saben ser hombres sin cuidarse de ser personajes. El señor Bird nos saludó sonriendo, y se excusó de haber cedido a las instancias de Dionisio, y de venir a mezclarse en una reunión de amigos.
-Usted es el amigo de todos nuestros hijos -le respondió el capitán de bomberos, -y ya es tiempo de que conozca usted a los padres.
En efecto, el señor Bird tiene la pasión de los niños, y con sus sonrisas, y sus caramelos ha conquistado a todos los chicos grandvallierenses.
La comida fue alegre; el vino de la Estrella soltó todas las lenguas. Se pagó desde luego a la cocina de Dionisio, el tributo que se le debía, de donde tomó él ocasión para exponernos la teoría de su arte, que resumió en esta fórmula, bien digna de ser meditada: «Cocineros, conservad a cada cosa su gusto propio, y que todo se funda en la boca» Se habló en seguida del General, de sus altos hechos y de sus buenas frases. En fin, se me preguntó sobre mis viajes, que conté, lo mejor que pude. El señor David quiso saber cuál de los países que habla visitado tenía yo en mayor estima.
-La pregunta de usted -le dije, -me llena de embarazo.
-Hable usted francamente -replicó con su aire malicioso. -Entre los bananos de Siria, los naranjos de España, la igualdad francesa y las libertades, inglesas, ¿qué ha preferido su corazón?
-Señor David -contesté, -mi opinión es que hay malo y bueno en todas partes.
-¡Oh, he ahí lo que son ustedes los jóvenes de hoy! -A la edad de usted nosotros éramos apasionados, entusiastas, teníamos creencias que nos caldeaban el corazón; nuestras cabezas hervían. El general Foy, Hernani, la república, cualquiera que fuera, el punto en litigio, tomábamos, partido, y nuestras ideas, eran nuestras amadas, por las que estábamos dispuestos a verter nuestra sangre. ¡Jóvenes, jóvenes, una peregrinación de indiferentes!
-¡Ah, permítame usted! -le repliqué. -Vuestras experiencias son las que nos han instruido, vuestras enseñanzas las que nos han aleccionado. Sabemos, por haberlo aprendido de vosotros, que no basta libertarse de las unidades para hacer dramas que vivan, ni poner letreros en las paredes para hacer repúblicas que duren. Gracias a vosotros, no nos son permitidas las ilusiones; desconfiamos de los prejuicios, de los sueños demasiado fáciles y de las ideas demasiado sencillas, que lo más a menudo ocultan lazos. Las cuestiones de personas nos interesan poco; no miramos más que a las cosas, y como sabemos que son complicadas, se las tenemos en cuenta, a los que nos gobiernan. Sobre todo, desconfiamos de las grandes palabras, porque con las palabras se hacen frases, y los que hacen frases, hacen con frecuencia, negocios. ¿Indiferentes, señor David? No. Diga usted más bien que somos una generación de advertidos.
-Eso es, sobre todo, verdad de los periodistas -dijo el maestro herrero.
-Señor Marcelo Roger -contestó David, -mis sesenta años le dan a usted razón en todos los puntos; pero, dicho sea, entre nosotros, no me disgusta haber sido algo loco a los veinticinco años.
-La reflexión -dijo entonces el señor Bird mirándome, -es un gran bien con tal que no impida obrar, y la actividad es cosa buena con tal que no impida pensar.
Después, para dar a la conversación un giro más de broma:
-La armonía de las facultades -añadió, -es el bien supremo. Bueno es que un hombre sea capaz de hacer una buena acción; pero también es bueno que sepa, disfrutar de una buena comida.
-¡Ah, por favor, no distingamos esas cosas! -exclamó el señor David juntando las manos.
Yo no sé si esta frase le hará a usted reír; pero en el tono con que fue dicha, nos hizo gracia. Después de esto nos pusimos a cantar; cada cual tuvo que pagar su escote. Cuando llegó el turno al señor Bird, se excusó con que no tenía, voz, pero se hizo llevar su flageolé, y tocó como músico consumado aires populares de su país que encantaron a todo el mundo. Estos aires, no sé, por qué, me han llenado de melancolía. Me he escapado para venir a hablar con usted; Félix, usted, el querido compañero de mis viajes, el único confidente de mis pensamientos.
Le escribo a usted junto a una ventana; a través de los cristales veo abetos y una estrella. Nuestros comensales están todavía en la mesa. De cuando en cuando el señor Bird toca una canción; los sonidos conmovedores del flageolé llegan hasta mí. ¿Qué me quiere ese flageolé? Me parece que me dice algo que no entiendo bien.