Petia se levanta de un salto, estira el cuello y mira fijamente el rostro encendido y enfadado de su padre. Sus grandes ojos parpadean primero, luego se humedecen y la cara del niño se contorsiona.
-Pero ¿por qué te enfadas? -chilla Petia-. ¿Qué te he hecho yo, tonto?... ¡No he hecho nada malo..., no he hecho ninguna travesura..., y tú te enfadas... ¿Y por qué te enfadas conmigo?...
El pequeño habla con acento convincente y llora con tal amargura que Saikin se siente avergondado.
"Es verdad -piensa-. ¿Por qué le fastidio?
-Bueno, bueno... -dice, cogiéndole por un hombro-. La culpa es mía, Petiuja... Perdóname... Lo que eres es un niño muy listo, muy bueno, y yo te quiero mucho.
Petia se enjuga los ojos con la manga, se sienta en el mismo sitio que antes y se pone a recortar la dama de carreau. Sakin entra en su despacho, se tumba en el diván con las manos debajo de la cabeza y queda pensativo. Las recientes lágrimas del chiquillo han quebrantado su enfado y el hígado se le ha ido aliviando poco a poco. Lo único que siente es cansancio y hambre.
-¡Papá! -oye decir a través de la puerta-. ¿Quieres que te enseñe mi colección de insectos?
-¡Sí!... ¡Enséñamela! Fetia entra en el despacho y presenta a su padre un cajoncito largo, de color verde. Ya antes de tenerle carabajos, saltamontes y moscas clavados con alfileres cerca, Saikin ha percibido un zumbido desesperado y el arañar de unas patitas contra las paredes de la caja. Levantando la tapa, ve una infinidad de mariposas al fondo de la caja. Todas, salvo dos o tres mariposas, viven todavía y se agitan.
-¡El saltamontes aún está vivo! -se asombra Petia-. ¡Le cogimos ayer por la mañana y todavía no se ha muerto!
-¿Quién te ha enseñado a clavarlos así?
-Olga Kirillovna.
-Pues a quien habría que clavar es a Olga Kirillovna -dice Saikin, con repugnancia-. ¡Qué vergüenza! ¡Martirizar a los animales!...
"¡Dios míol... ¡Cuán terriblemente mal se le educa!", piensa cuando se marcha Petia.
A Pavel Matveevich ya se le han olvidado el cansancio y el hambre, y solo piensa en el destino de su pequeño. Mientras tanto al otro lado de las ventanas la luz va apagándose lentamente. Se oye a los veraneantes que vuelven en pequeños grupos del baño de la tarde. Alguien se detiene ante su ventana abierta del comedor y grita:
-¿Quieren setas?
Como nadie le contesta, se aleja chapoteando con los pies desnudos.
Pero cuando el crepúsculo se hace tan denso que ya los geranios que se divisan a través de los visillos de muselina pierden sus contornos y por la ventana empieza a entrar el frescor de la noche... escuchan pasos rápidos, charlas y risas.
-¡Mamá! -chilla Petia.
Saikin se asoma por la puerta del despacho y ve a su mujer, Nadejda Stepanovna, con su aspecto sonrosado y saludable de siempre. Con ella está Olga Kirillovna, mujer rubia y seca, de rostro pecoso, y dos hombres desconocidos. Uno de ellos es joven, alto, de cabellera rojiza y rizada y nuez prominente. El otro es de pequeña estatura, rollizo, y tiene un rostro de actor, afeitado, en el que resalta la barbilla oscura y torcida.