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Al llegar al país de los natchez, René se había visto precisado a elegir esposa, para conformarse con las costumbres indias; pero no vivía a su lado, pues una oculta propensión a la melancolía lo arrastraba a lo más intrincado de los bosques, donde pasaba solo días enteros, pareciendo salvaje a los salvajes mismos. A excepción de Chactas y del padre Souël, misionero en el fuerte de Rosalía, había renunciado al trato de los hombres. Estos dos ancianos ejercían mucho ascendiente sobre su corazón; el primero por su amable indulgencia, y el segundo por su extremada severidad. Desde la caza del castor, en la que el ciego saquem había, contado sus aventuras a René, éste se negaba constantemente a referir las suyas. No obstante, Chactas y el misionero deseaban con vehemencia conocer el infortunio que había obligado a un europeo joven y bien nacido a adoptar la extraña resolución de sepultarse en los desiertos de la Luisiana. René había atribuido siempre su obstinación en no hablar de sí mismo al escaso interés de su historia, limitada, según decía, a sus ideas y sentimientos. «Respecto del acontecimiento que me ha determinado a trasladarme a América -dijo un día,- debo condenarlo a un eterno olvido.»

Algunos años transcurrieron sin que los dos ancianos consiguiesen arrancarle su secreto; pero una carta recibida de Europa, por el correo de las misiones extranjeras, exasperó de tal modo su habitual tristeza, que huía de sus viejos amigos, quienes le instaron con gran ahínco que les abriese su corazón, y al efecto emplearon tanta discreción, dulzura y autoridad, que al fin se creyó obligado a complacerlos. Señalóse, pues, el día en que debía referirles, no las aventuras de su vida, puesto que nos las tenía, sino los recónditos secretos de su alma.

El 21 del mes que los salvajes denominan la luna de las flores, René se trasladó a la cabaña de Chactas, y dándole el brazo, lo condujo a la sombra de un sasafrás, a orillas del Meschacebé; el padre Souël no tardó en acudir a la cita. Despuntaba la aurora, y a escasa distancia se dejaba ver en la llanura la ciudad de los natchea, con su bosquecillo de moreras y sus cabañas que se asemejan a unas colmenas. La colonia francesa y el fuerte de Rosalía se mostraban a la derecha, sobre la margen del río. Las tiendas de campaña, las casas a medio construir, las fortalezas empezadas, los desmontes cubiertos de negros, y los grupos de blancos e indios presentaban en aquel reducido cuadro el contraste de las costumbres sociales y salvajes. A oriente, y en el fondo de la perspectiva, el sol empezaba a levantarse sobre las desiguales cimas de los Apalaches, que se destacaban a manera de inmensos caracteres azules en las doradas alturas del cielo; al occidente, el Meschacebé deslizaba sus ondas en medio de un magnífico silencio, formando con una grandeza superior a toda descripción el marco de tan sorprendente cuadro.

El joven y el misionero admiraron durante algún tiempo aquella hermosa escena, no sin deplorar que el saquem no pudiese ya gozar de ella. Luego, el padre Souël y Chactas se sentaron sobre el césped al pie del sasafrás; René se colocó en medio de ellos, y después de un momento de silencio, habló en estos términos:

No puedo reprimir un movimiento de vergüenza, al empezar mi relato. La paz de vuestros corazones, respetables ancianos, y la calma solemne de que nos rodea la Naturaleza, hacen que la vana digitación de mi alma me cause un vivo rubor.

¡Cuánto habréis de compadecerme! ¡Cuán mezquinas os parecerán mis eternas inquietudes! Vosotros, que habéis agotado todas las amarguras de la vida, ¿qué pensaréis de un joven sin fuerza y sin virtud, que encuentra en sí mismo su tormento, y que sólo puede quejarse de los males que a sí mismo se ha causado? ¡Ah, no lo condenéis, que asaz castigado ha sido!

Recibí mi vida a expensas de la de mi madre, y salí de su seno merced a extremos recursos. Tenía un hermano, que mi padre bendijo porque vela en él su primogénito; mientras yo, entregado desde mis primeros años a manos extrañas, fui criado lejos del techo paterno.

Mi carácter era impetuoso y desigual. Alternativamente bullicioso y alegre, o taciturno y triste, ora reunía en mi rededor a mis jóvenes compañeros, ora los abandonaba súbitamente é iba a sentarme lejos de ellos, para contemplar la nube fugitiva, o la lluvia que resonaba en el follaje.

Todos los años a la entrada del otoño, iba a casa de mi padre, situada en medio de un bosque y a la inmediación de un lago, en una apartada provincia.

Tímido y sin expansión en presencia de mi padre, sólo hallaba desahogo y contento al lado de mi hermana Amelia, pues una dulce conformidad de genio y de inclinaciones me unía estrechamente a ella, cuya edad excedía en poco la mía. Nos complacíamos en trepar juntos por las colinas, en bogar por el lago, y en recorrer los bosques a la caída de las hojas: gratos paseos cuyo recuerdo inunda aún mi alma de delicias. ¡Ilusiones de la niñez y de la patria! ¿cómo despojaros de vuestra dulzura?

Ora marchábamos en silencio prestando oído al sordo murmullo del otoño, o al rumor de las hojas secas que arrastrábamos tristemente a nuestro paso; ora seguíamos, en nuestros inocentes juegos, a la golondrina en la pradera, o al arco iris en las colinas humedecidas por la lluvia; algunas veces recitábamos versos, porque nada hay más poético que un corazón de dieciséis años, en toda la lozanía de sus pasiones. La mañana de la vida, a semejanza de la del día, se ostenta llena de pureza, de imágenes y armonías.

Los domingos y los días festivos se oían en los bosques, a través de los árboles, el sonido de la campana distante, que llamaba al templo al hombre de los campos, y apoyado en el tronco de un añoso olmo, escuchaba en silencio aquel piadoso tañido. Cada vibración del bronce reproducía en mi alma sencilla la inocencia de las costumbres campestres, la calma de la soledad, los encantos de la religión y la deleitosa melancolía de los recuerdosde mi primera infancia. ¡Oh! ¿qué corazón, por duro que sea, no ha latido alguna vez al oir las campanas de su lugar natal, de esas campanas que sonaron jubilosas sobre su cuna, que anunciaron su entrada en la vida, que señalaron el primer latido de su corazón, que publicaron en todos los vecinos lugares la santa alegría de su padre, y los dolores y las alegrías, aun más inefables, de su madre? Todo se encuentra reunido en las encantadas abstracciones en que nos sumerge el eco de esa campana: la religión, la familia, la patria, la cuna y el sepulcro, el pasado y el porvenir.

Es verdad que Amelia y yo gozábamos Más que otro alguno de esas ideas graves y tiernas, porque ambos sentíamos en el corazón cierto fondo de tristeza, debido a Dios o a nuestra madre.

Así transcurrían los días, cuando mi padre se vió acometido de una enfermedad que le condujo en pocos días a la tumba. Expiró en mis brazos, y esto me enseñó a conocer la muerte en los labios del que me había dado la vida. Aquella impresión fue tan vehemente que aún no se ha borrado en mí; entonces se presentó a mi vista por vez primera la inmortalidad del alma, pues no pude creer que este cuerpo inanimado fuese en mí el autor del pensamiento, y advertí que debía proceder de más alto origen; sumido, pues, en un santo dolor, no exento de alegría, esperé reunirme un día al espíritu de mi padre.

 
 
 
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