https://www.elaleph.com Vista previa del libro "El castillo durmiente" de Guy de Chantepleure | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
elaleph.com
Contacto    Sábado 18 de mayo de 2024
  Home   Biblioteca   Editorial   Libros usados    
¡Suscríbase gratis!
Página de elaleph.com en Facebook  Cuenta de elaleph.com en Twitter  
Secciones
Taller literario
Club de Lectores
Facsímiles
Fin
Editorial
Publicar un libro
Publicar un PDF
Servicios editoriales
Comunidad
Foros
Club de lectura
Encuentros
Afiliados
¿Cómo funciona?
Institucional
Nuestro nombre
Nuestra historia
Consejo asesor
Preguntas comunes
Publicidad
Contáctenos
Sitios Amigos
Caleidoscopio
Cine
Cronoscopio
 
 

 

PROLOGO

D?un frais chaperon de verveine

Mes blonds chevoux seront coiffés,,

Sur mon corselet de...

Un fichu blanc...

En el saloncito llamado por ella su gabinete de trabajo, Irene de Champierre dedicaba toda su atención en encontrar el consonante a la palabra verveine. La belleza de la señorita Champierre, su gracia, dulce y altiva al mismo tienpo, contrastaba con la elegancia desordenada del cuadro que la rodeaba; la cabeza empolvada sentaba maravillosamente a sus ojos negros aterciopelados, célebres ya en el círculo de la joven reina María Antonieta.

- D'un frais chaperon de verveine... Mes cheveux blonds seront... Señor Antonio, ¿futaine rima con verveine? Porque... en vez de corselet, se pondría... y después... Señor Antonio, ¿no me oye?

A este llamamiento, repetido con una voz bondadosa y casi alegre, el señor Antonio se sobresaltó.

- ¡Oh! perdón, señorita -dijo.

-¡Qué distraído está usted! -exclamó la joven.

-Tenga la bondad de perdonarme -respondió Antonio, tomando de manos de la señorita de Champierre el papel lleno de correcciones.

Antonio Fargeot, a quien estaba encomendada la agradable y delicada tarea de enseñar la literatura francesa a la señorita de Champierre, era un hombre honrado, dotado de una rara inteligencia, muy pobre y sumamente apreciado entre las familias aristocráticas, a pesar de su plebeyo nacimiento.

Antonio Fargeot debía ser joven, pero nadie hubiera podido precisar su edad, observando su delgada figura, su semblante pálido y macilento, su vaga sonrisa en que la dulzura resignada dejaba entrever alguna amargura. La señorita de Champierre tenía gran estimación por él y le hablaba siempre con bondad.

Ese día le pareció a la joven que Antonio Fargeot estaba más triste que de costumbre.

Para alentar al pobre maestro de retórica, abordó el tema que le era favorito: sus trabajos, el libro que escribía.

Muy suavemente se dejó llevar al terreno de las confidencias.

-Será -le decía él, en voz baja y temblorosa,- el más grande, el esfuerzo supremo de mi vida... Hace años que tengo este libro en mi imaginación. ¡Pondré en él todo lo que sé, todo lo que pienso, todo lo que sueño! Cuando trabajo en esto, mi pensamiento se exalta, se inflama como si estuviera ebrio o loco... Y las noches pasan sin darme cuenta.

-¡Las noches! ¿Usted trabaja de noche? Pero si usted no se cuida -dijo la señorita de Champierre con dulzura,- no podrá tener las fuerzas necesarias para continuar, para concluir su hermosa tarea.

Antonio Fargeot sonrió tristemente.

-Voy a sorprenderla muchísimo, señorita -dijo,- porque tengo el aspecto de un enamorado. Sin embargo, esta fuerza, esta perseverancia, esta voluntad nada naturales y de las que necesito para terminar mi obra, las he encontrado hasta ahora, y espero encontrarlas hasta el fin, en un gran afecto... o mejor dicho, en el vivo deseo de hacerme digno a mis propios ojos de una mujer, de una niña... a quien yo quiero.

-¿A sus ojos... y a los de ella, me imagino? -observó Irene dulcemente, interesada por este humilde romance.

-¿A los de ella?... no... ¡sería demasiado

-¿Por qué? ¿No tiene la esperanza de casarse con ella?

- ¡Casarme con ella, yo! No, señorita, un obstáculo invencible nos separa.

-¿Será que los padres de la. niña se oponen a ese matrimonio? o porque ella no lo quie...

Se interrumpió, no atreviéndose a terminar por temor de ser demasiado cruel, seducida sin embargo, por esta historia, como por una novela que hubiera podido leer.

- ¡Ella,! ¡oh, Dios!, jamás la idea de ser correspondido ha pasado por mi pensamiento... aunque... es mi alegría, a pesar de todo, amarla... No la veo. todos los días, no... pero sé que podría verla... Algunas veces oigo sus pasos, su risa., su voz que canta... Más tarde, espero que leerá mi libro... y no puedo aspirar a nada mas... nada...

-¿Aunque algún día se mostrara conmovida por un amor tan profundo, tan fiel? -preguntó la joven.

Antonio sacudió la. cabeza y contestó vacilante:

-No, puesto que no comprendería este amor en que vivo y muero a un tiempo, y tal vez viera ella en esto... una ofensa.

-¡Oh! -dijo la señorita Champierre, mientras una vaga sombra pasaba por su mente, -entonces ella no es...

-No es de mi «clase», no, señorita -replicó Antonio con amargo énfasis.-Es «de cuna», comprende usted... Yo, no lo soy. Aun cuando llegara a alcanzar la celebridad de Voltaire, sería, siempre para ella como si no existiera.

-Lo compadezco -dijo la señorita de Champierre, con la mirada fija en el papel de los versos.- Pero volvamos a nuestro trabajo -agregó ella;- o mejor, no... estoy muy cansada.

Y se levantó.

Su voz era glacial, su mirada se tornó seria, casi severa. El pálido semblante de Antonio se demudó.

-¡Ah, Dios mío, qué locura haberle dicho a usted esto!... ¡Ahora todo está concluido, todo está roto!... ¡Ah, Dios mío, como viene uno a despojarse a sí mismo de la poca felicidad que posee!

La joven no respondió. De pie, a algunos pasos de ella, Antonio Fargeot, descolorido, parecía que iba a desmayarse.

-Escuche, señorita -murmuró, oprimido, con la voz entrecortada,- yo la he amado inmensamente. Usted era mi alma... mi alma, ¿comprende? Deseo... ¡oh! deseo sin la menor amargura, se lo juro... deseo que se case usted con un hombre que la quiera tanto, tan profundamente como yo la he querido... Adiós.

- ¡Adiós! -contestó Irene.

Trastornado, el joven se precipitó hacia la puerta; pero allí se encontró con el Conde de Champierre que lo esperaba en el umbral, con los brazos cruzados; una sonrisa irónica se pintaba en sus labios lívidos por la cólera.

-¡Alto ahi! -dijo el viejo noble cuando Antonio se detuvo espantado;- ¡alto ahí, señor indiscreto!... ¡Ah, esta es la manera de agradecer, infame, mis bondades, insultando a mi hija!...

Antonio se serenó.

-Señor Conde, está usted en su perfecto derecho reprochándome haber traicionado su confianza... pero usted se propasa injuriándome; pues yo huía como un delincuente... ¡Y no es una afrenta el amor respetuoso de un hombre honrado!

El Conde seguía sonriendo.

-¡Buena cosa son estos señores filósofos -exclamó.- No tendré inconveniente en hacerle saber a uno de éstos lo poco en que nosotros tenemos sus frases.

Y abriendo la puerta, llamó a cuatro lacayos que haraganeaban en la sala de espera.

-Aquí -ordenó.- ¡Echen a este miserable a la calle, previa una buena paliza!

Irene lanzó un grito de espanto.-«¡Ay! piedad, piedad, padre mío... »-Pero sin darle tiempo a interceder por el pobre diablo, su padre la arrastró hasta otro cuarto.

Momentos después, Fargeot se encontraba en la calle, atontado por la pena y el despecho.

Vencido por la fuerza brutal, habla sido apaleado y echado por los lacayos del Conde de Champierre.

Cuando entró de nuevo en su triste morada, sin esperanza de poder vengarse, Antonio encontró sobre su mesa el manuscrito de su libro en embrión. Lo tomó, lo miró un instante... gruesas lágrimas rodaron sobre las páginas.

-Todo ha concluido... -murmuró.- Y ahora, ¿para qué?

Y con toda calma quemó el manuscrito hoja por hoja.

Después pensó seriamente, puesto que nadie lo quería ni se condolía de su desgracia, en colgarse de las vigas de su buhardilla... Pero ese mismo día recibió una larga carta procedente de Roy-les-Moret, la aldea en que nació y donde sus padres dormían el sueño eterno.

Esta carta era de su tía Manon Fargeot, hermana de su padre, que lo arrulló cuando niño; que lo cuidó y compartió sus juegos cuando fue más grandecito, y que, desde lejos lo había seguido con ternura, cuando se apartó de su lado...

Leyendo la carta de Roy-les-.Moret, Fargeot recordaba su infancia feliz, su padre, su madre, su tía, única sobreviviente de aquel pasado; lloró por el pasado y por é1 mismo. Entonces la razón le volvió, pensó que quitarse la vida podría ser considerado como una cobardía y resolvió seguir viviendo. Algunas semanas después, la casualidad le hizo saber el compromiso matrimonial de Irene de Champierre.

 

 

 

 

 

 
 
 
Consiga El castillo durmiente de Guy de Chantepleure en esta página.

 
 
 
 
Está viendo un extracto de la siguiente obra:
 
El castillo durmiente de Guy de Chantepleure   El castillo durmiente
de Guy de Chantepleure

ediciones elaleph.com

Si quiere conseguirla, puede hacerlo en esta página.
 
 
 

 



 
(c) Copyright 1999-2024 - elaleph.com - Contenidos propiedad de elaleph.com