Los higos caen de los árboles, son buenos y dulces; y, conforme
caen, su roja piel se abre. Un viento del norte soy yo para higos maduros. Así,
cual higos, caen estas enseñanzas hasta vosotros, amigos míos: ¡bebed su jugo y
su dulce carne! Nos rodea el otoño, y el cielo puro, y la tarde.
No habla aquí un fanático, aquí no se «predica», aquí no se
exige fe: desde una infinita plenitud de luz y una infinita profundidad de dicha
va cayendo gota tras gota, palabra tras palabra, una delicada lentitud es el
tempo [ritmo] propio de estos discursos. Algo así llega tan sólo a los
elegidos entre todos; constituye un privilegio sin igual el ser oyente aquí;
nadie es dueño de tener oídos para escuchar a Zaratustra... ¿No es Zaratustra,
con todo esto, un seductor?... ¿Qué es, sin embargo, lo que él mismo dice
cuando por vez primera retorna a su soledad? Exactamente lo contrario de lo que
en tal caso diría cualquier «sabio», «santo», «redentor del mundo» y otros
decadente [decadentes] No sólo habla de manera distinta, sino que también
es distinto.
¡Ahora yo me voy solo, discípulos míos! ¡También vosotros os
vais ahora solos! Así lo quiero yo.
En verdad, éste es mi consejo: ¡Alejaos de mí y guardaos de
Zaratustra! Y aun mejor: ¡avergonzaos de él! Tal vez os ha engañado. El hombre
del conocimiento no sólo tiene que poder amar a sus enemigos, tiene también que
poder odiar a sus amigos.
Se recompensa mal a un maestro si se permanece siempre
discípulo. ¿Y por qué no vais a deshojar vosotros mi corona?
Vosotros me veneráis: pero ¿qué ocurrirá si un día vuestra
veneración se derrumba? ¡Cuidad de que no os aplaste una estatua! ¿Decís
que no creéis en Zaratustra? ¡Mas qué importa Zaratustra! Vosotros sois mis
creyentes, ¡mas qué importan todos los creyentes!
No os habíais buscado aún a vosotros: entonces me
encontrasteis. Así hacen todos los creyentes: por eso vale tan poco toda fe.
Ahora os ordeno que me perdáis a mí y que os encontréis a vosotros; y sólo
cuando todos hayáis renegado de mi volveré entre vosotros.
Friedrich Nietzsche